La parábola de hoy (Lc 16, 19-31) presenta una escena ocupada únicamente por tres personajes: Epulón con sus francachelas, Lázaro con la miseria a cuestas, y Dios ejerciendo la justicia…

  • Epulón era “un hombre rico, vestía espléndidos trajes y todos los días celebraba grandes fiestas.
  • Lázaro era “un pobre, cubierto de llagas, que estaba echado en el suelo, junto a la puerta del rico, y deseaba llenar su estómago con lo que caía de la mesa del rico; y a veces, hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas”.

Y Dios hizo justicia invirtiendo la suerte de ambos: al pobre, cuando murió, los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán, y el rico, cuando terminó sus días, fue llevado al infierno.

Al leer el relato, he consultado a varias instituciones que se dedican a detectar los niveles que alcanzan el desempleo, el hambre y la pobreza en el mundo y a solucionar o paliar estas lacras, y me han facilitado unas cifras francamente espeluznantes y desorbitadas.

  • Me he acordado entonces de que, hace unos años, en una ciudad, ocultando un solar, se había levantado una gran pared que servía de pretexto para anunciarse los cines, los teatros, los actos culturales y los productos del comercio… Sus habitantes pasaban por delante de ella, la miraban, la leían y continuaban su andar; iban a sus cosas.
  • Un buen día “la pared de la publicidad”, que así la llamaban, apareció cubierta toda ella por un gran cartel anunciando los pormenores del paro, de la pobreza y del hambre en nuestra sociedad. Y se ilustraban los datos con una serie de cifras y de porcentajes…
  • La verdad es que el cartel, que en un primer momento suscitó curiosidad, interés y hasta compasión, terminó por molestar a los transeúntes; era desagradable contemplar, cada mañana y cada tarde, los mismos problemas, idénticas cifras… Decidieron derribar la pared.
  • Pero he aquí que, detrás de la pared, malvivía la familia de un desempleado que, echada de su anterior domicilio, se había instalado de mala manera, con más intemperie que cobijo. Eran el matrimonio y dos hijos con sus familias. Aquello parecía un infierno: se pasaban el día discutiendo, insultándose, amargados… acompañados por el lloro de los niños… Los transeúntes no aguantaban aquella dura escena familiar: las discusiones entre todos, el malhumor reiterado que se veía… Decidieron levantar de nuevo la pared, con cartel incluido.

Desde entonces, cada mañana y cada tarde, los habitantes de aquella populosa ciudad pasaban por allí con normalidad, e incluso se detenían ante el cartel, lo leían y hasta sentían compasión. Pero podían vivir con una razonable tranquilidad. Lo que les había resultado inaguantable era contemplar las duras escenas que se escondían detrás de la pared, detrás del cartel; detrás de las cifras.

Yo me pregunto: Cuando recibo información de las instituciones que se dedican a socorrer estas necesidades angustiosas de la humanidad (hambre, pobreza, crisis, pateras con personas que huyen, penuria laboral…), ¿me limito simplemente a leerla?, ¿tan sólo siento una tímida compasión que casi ni la noto?, ¿o me comprometo seriamente a hacer algo por remediar, o al menos atenuar, alguna de estas lacras?

Pedro Maria Zalbide Zaballa.