por Henri Caffarel.

Fue hacia el final del primer retiro de hogares, hace ya muchos años. Durante tres días les prediqué sobre la dignidad de su vocación y su misión en la Iglesia, una quincena de tareas. Ellos me hablaron con maravillosa confianza. Unos revelaron almas de gran generosidad, no mezquinaban el Don de Dios, ni se engañaban con su Ley. Otros me confiaron sus dificultades y sus lutos. En su coraje y su humildad, sentí una profunda admiración y descubrí la grandeza del amor humano cuando lo habita la Gracia de Dios.

A la hora del adiós, mi reconocimiento para con ellos se vio ciertamente vivo por todo lo que ellos testimoniaron. Recuerdo a uno de ellos, que comentó estas palabras con una sonrisa, me agradeció en estos términos: “Esta vez, Margarita y yo, somos marido y mujer para bien.”

El retiro terminó, pasé la tarde en lo de unos amigos que me habían invitado en la capilla. Entré tarde a mi pieza y cerré las persianas, se percibía la luz a través de los árboles. Ellos habían regresado a lo suyo, intenté recordar a los que habían hecho el retiro, y en sus casas seguramente esa tarde habría una más ardiente ternura humana y un mayor amor a Dios.

Fue entonces que una meditación imprevista se me impuso, se me representó claramente la afinidad que existe entre el matrimonio y el sacerdocio, el lazo que une al sacerdote con la familia cristiana.

Si son bellos esos hogares… Es la felicidad, la plenitud que Cristo le pide a su sacerdote en el sacrificio. Es magnífico, la donación del discípulo a su Maestro! ¿Será que él ha renunciado a la llama del amor y a la paternidad precisamente para poder reanimar la llama del hogar? ¿Cuál es la paradoja? No, ninguna paradoja, sino una misteriosa correspondencia entre el Orden y el Matrimonio. Sería en efecto muy superficial pensar que el sacerdote se abstiene de fundar un hogar por desdeño del amor y la familia. No es menosprecio, sino una adhesión respetuosa: él es el cordero marcado para el Sacrificio, para que Dios bendiga su rebaño todo entero. Así la renunciación de uno explica la pureza y el fervor del amor de los otros… Ante esta perspectiva, parece evidente que el sacerdote y el hogar deben comprenderse, apoyarse.

¿No será conveniente que el hogar deba al sacerdote una gratitud ardiente, evaluando mejor su sacrificio para que su propia vida familiar sea más feliz y más intensa? ¿Y que ore para que la amistad de Cristo transfigure la soledad del apóstol?

El sacerdote, por su lado, no estará celoso de la felicidad y la plenitud de la vida de los hogares, sino feliz de ver fructificar las bendiciones divinas que su vocación va a solicitar para ellos; al alba, en la celebración de la misa y a lo largo del día al recitar el breviario.

En la misa, la unión del sacerdote y los fieles podría ser estrecha, entonces, cuando, en el ofertorio, el sacerdote presente al Señor la hostia y el cáliz, el pueblo deberá ofrecer junto al sacerdote y rezar por él:

“Recíbelo, Señor, es el don de la familia humana, y del mismo modo, que en un momento la hostia se convertirá en Cristo vivo en sus manos, haz, te lo pedimos, que el hijo del hombre y de la mujer sea en medio de nosotros un Cristo inmolado, que ora, perdona, bendice ….”

¿Por qué la relación del sacerdote y el hogar se elevan rara vez a este nivel? Sin lugar a dudas, porque cada uno ignora más o menos la vida y el ideal del otro, ¿como si las dos vocaciones se situaran en dos mundos extraños el uno del otro?

Para que nazca y crezca la estima, el amor mutuo, hace falta que el sacerdote profundice en la grandeza del matrimonio y que los hogares comprendan la dignidad de la vocación sacerdotal. Por último, a quienes en el l’Anneau d’Or les hablé sobre su “gran sacramento”, me permito hablarles sobre el Sacramento del Orden.

El misterio del Sacerdote.

Quien quiera comprender al sacerdote debe comenzar por abrir los evangelios y contemplar vivo a Aquél a quien sólo le cabe perfectamente el título de Sacerdote.

Decir que Jesucristo es el Hijo de Dios nos reseña sobre su origen y nos revela que todo en Él es regreso al Padre, reconocimiento y piedad filial, pero no aprendemos nada de su misión en medio de los hombres. Decir que él es sacerdote, por el contrario, nos lleva en una palabra al secreto de su ministerio terrenal.

Sacerdote, reconciliador, mediador, palabras equivalentes que son la clave del misterio de Cristo. Referirse a la alianza entre Dios y la humanidad en la que se ha obtenido el perdón por su sacrificio, restablece el orden violado como quien reconstruye una catedral en ruinas, al mismo tiempo la piedra angular, allí está toda la misión sacerdotal de Nuestro Señor, la luz en la que hay que contemplar las escenas de su vida.

Los chicos de Palestina lo siguieron y lo acosaron, él los acogió, les acarició su cabeza despeinada y los bendijo: bendecir, función sacerdotal. Al contacto de la Pureza en persona, una mujer descubre bruscamente las tinieblas de su corazón, ella llora, se lamenta, ella espera “Tu fe te ha salvado, le dice Jesús, tus pecados son perdonados”: perdonar, función sacerdotal. Sentado en la montaña, el Maestro habla a esa multitud de gente que el entusiasmo viene a arrancarlos de sus tareas: el les da un sermón inolvidable, la carta de un mundo nuevo: predicar, función sacerdotal. Luego de la jornada agobiante, envía a sus discípulos a tomar un descanso bien merecido; pero él, responde a un llamado desde lo más profundo de su corazón, en paz el pueblo, toma el sendero de la montaña y, en la soledad de las rocas, conversa con el Padre: orar, función sacerdotal. Preside la última cena, toma el pan, lo parte y lo da a sus apóstoles; les da al mismo tiempo las consignas mayores: presidir, gobernar, funciones sacerdotales. Al día siguiente, la cruz le sirve de altar, él se ofrece en sacrificio por amor al Padre y por amor a los pecadores, por la gloria de Dios y por la felicidad del hombre: ofrecer el sacrificio, la más alta función sacerdotal.

Una tarde de primavera. Los apóstoles se han reunido con Jesús en una colina de Judea. Después que él los mira, ellos se prosternan (Mt. 28, 17). Se enderezan, entienden las parábolas que hablan de su porvenir, de su vida y de su muerte: “Yo he recibido todo el poder en el cielo y la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”. Luego Jesús extendió sus manos sobre ellos y “mientras los bendecía… fue llevado al cielo.” (Lc. 24, 51)

Cómo son de evocadoras, estas palabras de San Lucas; nos dejan entender que la Ascensión no interrumpe la bendición y que Jesucristo, desde lo alto del cielo, no cesa de imponer sus manos a los apóstoles. Es más que un gesto conmovedor. Es una toma de posesión. Un misterioso poder les es comunicado, que transforma profundamente su ser espiritual, que los liga, los adapta a Cristo.

Es Él que así se sirve de su propio cuerpo para salir al encuentro de los hombres, hablarlos y santificarlos, se servirá en delante de sus apóstoles que lo prolongarán, puesto que no son sacerdotes solamente a su imagen, ni a su costado, sino por Él y en Él. Ramas de un mismo árbol, es del tronco que viene la savia.

A su vez, los apóstoles impondrán sus manos y ordenarán a los nuevos sacerdotes, que también impondrán sus manos … Las ramas se multiplican, pero no forman más que un solo árbol. Los sacerdotes se multiplican pero, ¿no es que hay más que un solo sacerdote, una sola actividad sacerdotal y que es Jesucristo quien la ejerce por sus sacerdotes? En San Pablo, el infatigable caminante, en San Agustín predicando a su pueblo de Hiponá, en Juan María Vianney confesando dieciséis horas por día, en Charles de Foucauld orando en el corazón del desierto, en los sacerdotes de genio y de gran virtud, en los sacerdotes pobres en sus dones humanos, en el sacerdote pecador mismo, es Cristo quien obra, quien no cesa de bendecir, de perdonar, de aconsejar, de instruir y de santificar. Si, aunque imposible, Cristo dejara de existir, instantáneamente los gestos de los sacerdotes se volverían vanos, sus palabras ineficaces: el miembro se muere y queda inmóvil cuando el alma se retira. Pero no teman, Jesús lo prometió: “Yo estaré con Uds., todos los días, hasta el fin del mundo.”

Los sacerdotes, así, luego del sacerdocio de Cristo se perpetúan y se propagan. ¡Era bien necesario que se multiplicara para estar todo en todos!

La institución del sacerdocio es la invención de su amor para venir a nuestro encuentro. Como por error, además: no hay más que observar y escuchar a los sacerdotes para convencerse que por sus gestos es otro quien opera, que por sus labios es otro quien habla. ¿Quién más, sino Cristo, puede decir: “Yo te absuelvo” – “ Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre”?

Los cristianos cuya fe es pura, cuya mirada es simple, no tienen a mal descubrir esta misteriosa presencia de Cristo en su sacerdote. Ellos lo aceptan sin reticencia, como ellos creen sin objeción que bajo las apariencias de pan y de vino viven el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿Por qué hay tantos que dudan, se revelan ante el misterio del sacerdote, intentan reducirlo a la escala humana? Ah, yo se bien a qué dificultad se enfrentan: mientras bajo la vista de la hostia, Cristo está simplemente disimulado; por la humanidad del sacerdote, Él está más o menos desfigurado y traicionado. Así bien el día en que Jesucristo nos pidió, a nosotros sacerdotes, que le prestáramos nuestra miserable humanidad leprosa, mal herida, marcada por los estigmas del pecado, a fin de poder revivir a miles de hombres y continuar después de Él su ministerio sacerdotal, ¿creen Uds. que no hemos vacilado, que no le hemos hecho notar su imprudencia? “¡Uds. quieren hacerse conocer por los hombres y atraerlos hacia Uds., y se revisten de su miseria! ¡Quieren amar a los hombres y reciben mi corazón avaro e indócil! ¿y creen que no tenemos el alma desgarrada en el momento en que constatamos nuestra insuficiencia y nuestra mediocridad, que asombran a nuestros hermanos y los apartan de esta gracia de la que, a pesar de todo, somos portadores por ellos? Es la hora en la que queremos gritar:

“Pero sí, yo soy un pecador como Uds., se que todo en mí traiciona a Aquel que me habita, que no soy transparente a su luz y su amor; pero también se bien que por mí, Cristo viene a vuestro encuentro, que soy depositario y tesorero de sus dones y que los hará venir a mí, sacerdote, para que Lo encuentren!”

¿Te sorprendería si te confesara que un sacerdote teme casi tanto atraer por sus dones humanos que alejar por sus defectos? Puesto que su misión no es atraer hacia él mismo el corazón de los hombres, sino hacia Aquel de quien no quiere ser más que su servidor. Aquel que sea sacerdote, que sea un Lacordaire o un Don Bosco, su verdadera grandeza no aparece en sus obras, no brilla en sus palabras. No sucumbe bajo los sentidos. Es toda interior. Es sobrenatural, no puede ser conocida y descubierta más que por la fe. Feliz aquel que, a través del hombre, a pesar de su falta de dones, sabe encontrar al sacerdote, el único Sacerdote, Jesucristo.

La misión del Sacerdote.

Cuando uno sabe que por el sacerdote, Jesucristo continúa ejerciendo su actividad sacerdotal, es fácil admitir que el mismo término de mediador conviene para definir la misión de Cristo y la de sus sacerdote. Esta palabra, inmediatamente, sitúa al sacerdote: él es el hombre que se pone al medio, no para separar sino para unir, el hombre que va del Uno a los otros, de Dios a los hombres, para operar una aproximación y una alianza. La paz entre Dios y la humanidad en general ha sido consumada, es verdadera por al muerte de Cristo; pero hace falta restituirla efectiva entre Dios y cada hombre en particular. Él obra más bien de otro modo, que de la paz en el sentido común de la palabra, sino de amor, de comunión, de “esponsales”, dice la Biblia, entre cada hombre y su Dios.

El término mediador resiste mejor que muchos otros vocablos la profanación de los tiempos. No importa que el intermediario no tenga derecho a este título. Se da a las personas que trabajan por la reconciliación entre aquellos que la pasión o las opiniones separan. Uno quisiera, porque tiene aún más densidad, reservar a estos hombres un corazón grande en el que la mayor alegría es hacer que se reencuentren, se comprendan y se amen como amigos. El sacerdote está allí. Dos amores habitan su corazón, el amor de Dios y el amor de los hombres. Es porque uno los ve, en tanto mezclado a sus hermanos, participando de su existencia, asumiendo sus penas y sus alegrías, haciéndose obrero con los obreros, campesino con los campesinos, luego, se retira para la oración en la intimidad de su Dios. A los hombres le habla de Dios, a Dios de los hombres, persiguiendo un solo objetivo, la unión de Dios con los hombres.

Estos dos amores no son más que uno en el corazón del sacerdote. Cuando enseña el catecismo a los niños, perdona los pecados, visita a los enfermos y a los moribundos. Cuando el misionero atraviesa los desiertos o cruza un camino a través del bosque virgen, no es solamente filantropía, un amor del hombre que le inspira el hombre. Sin duda, tiene piedad del abandono, del sufrimiento, de la desesperación de tantas almas. Pero un resorte más poderoso aún lo anima: un día, en su oración, él ha entendido el latido del corazón de Dios, ha descubierto el inmenso amor paternal impaciente por comunicarse. Desde aquel momento, no puede más conocer el descanso; una fuerza lo impulsa hacia todos aquellos que se creen huérfanos, ignorantes de la Buena Nueva.

Si bien se sabe portador del más preciado mensaje; el sacerdote, sin embargo, no aborda a los hombres sin temor. ¡Hablar de Dios, qué responsabilidad! ¿Podrá encontrar las palabras capaces de evocar el verdadero rostro del Padre?

Estos hombres a los que él se dirige han sido frecuentemente golpeados por los falsos profetas y engañados en su búsqueda de la felicidad y de lo absoluto… ¿no se desviarían de su camino, escépticos? Él es de los corazones que se abren, ávidos de la gracia de los sacramentos y de la palabra de Dios que es respuesta a sus preguntas angustiadas, regla de vida, alimento de las almas. El sacerdote experimenta entonces, una alegría misteriosa que no se equipara a ninguna otra: la Vida está en él; toda de golpe la ha comunicado. Si quiere emplear las palabras para traducir lo que ha pasado, no puede más que decir como San Pablo: “Mis hijos, que los he engendrado a la vida divina … tendrán sin duda numerosos pedagogos, pero no tendrán más que un solo Padre.”

Es así que aquel que ha renunciado a la paternidad humana conoce otra de la que, sin duda, los padres y madres pueden entrever las alegrías y también las penas. Como toda paternidad, la del sacerdote, conoce bien pronto sus inquietudes. La vida divina en el corazón de los neófitos es frágil y amenazada; luego de haberla donado, es necesario protegerla, nutrirla y conducirla. ¡Dura misión!

A ciertas horas, el sacerdote se ve abrumado por su tarea. Pero entonces, se acuerda que un amor paternal vela por él. ¿Cómo dudar de la solicitud y de la misericordia de Dios, él que en su pobre corazón de hombre sabe encontrar tales fuentes de bondad para los pecadores?
El regreso a Dios que es la oración tiene un gran lugar en su vida. Recurre a ella para renovar su coraje y reencontrar el impulso primero. Aspira a ella, como el obrero a la paz de su morada. Sale de ella con las manos cargadas de gracias divinas; vuelca el corazón lleno de preguntas, de angustias, de buenas acciones y de pecados de los hombres. Cuando, en la noche, gentes y bestias reposan en la villa dormida, una luz brilla en la ventana del presbiterio: el cura vela y ora. Por todos los habitantes el suplica, intercede, se ofrece. Como Moisés, puede ser, a quien Yahvé ofreció una regencia, el rechaza no solidarizarse “con un pueblo con la cabeza dura.”

La oración de San Ambrosio expresa admirablemente de lo que está hecha la oración sacerdotal:

“Te presento, Señor, si te dignas a lanzar una mirada favorable, las tribulaciones de los pueblos, los peligros de las naciones, los gemidos de los cautivos, las penas de los huérfanos, las necesidades de los viajeros, la desnudez de los enfermos, la desesperación de los desconfiados, el cansancio de los ancianos, los suspiros de la gente joven, los votos de las vírgenes, el llanto de los viudos.”

Pero, es en el altar que el sacerdote es mediador en plenitud. La Misa es el punto culminante de su vida sacerdotal. A decir verdad, todo su ministerio no tiene otro objetivo que el de conducir a este punto de encuentro con Dios a todos aquellos de quienes él es diputado. En el Ofertorio, cuando el presenta el pan y el vino del sacrificio, no es solamente una cosa que ofrece en nombre de los fieles, sino a ellos mismos, su corazón vivo y vibrante. En la Comunión, es Dios todo entero que se da por las manos de su servidor. He aquí que Dios y el hombre, al fin, se abrazan estrechamente. Por un instante, el mediador no es más que un testigo maravillado delante de esos hombre y esas mujeres que han encontrado a su Padre, que llevan a Dios en su alma y que Dios lleva en su Corazón.

El hogar y el sacerdote.

Ahora que hemos penetrado el misterio del sacerdote y su misión, es tiempo de considerar qué lugar le debe hacer el hogar cristiano en sus pensamientos, su actos y sus oraciones. Pero, ¿no les corresponderá a Uds. más que a mí responder a esta pregunta?

Eso que una familia piensa del sacerdote, eso que frecuentemente discierne sin dificultad después que él ha cruzado el umbral.

En el hogar donde a uno le juzgan, con más o menos desenvoltura, su palabra y su modo de obrar, el cumplido de los padres podría, de rigor, ser simulado; pero la actitud de los niños es reveladora.
Es en las casas donde lo reciben con una verdadera cordialidad – no demasiado diferente de la con que acogen a todo otro buen amigo de la familia. Pero en cambio, frecuentemente uno siente malestar. Uno apela a sus dones humanos y no a sus dones sobrenaturales. Es a su persona, no al Ministro del Señor al que uno está apegado. Allí, no más, uno no tiene un verdadero conocimiento del sacerdocio.

Por el contrario, cuando uno lee la confianza y el respecto en los rostros de los niños que lo miran directamente, está seguro de que los padres tienen una comprensión profunda del sacerdocio y que saben inculcarla a sus hijos. Así en esta morada sencilla donde el jefe de familia, al comienzo de la comida, le pide a uno de sus tres hijos que le de la bienvenida al enviado del Señor, en ese otro en donde lo invitan a bendecir la mesa y a presidir la oración de la tarde y en la de esos profesores del liceo donde los padre y los niños se inclinan a la hora de la despedida, bajo su bendición.

Si entabla una relación más profunda con estos hogares, el sacerdote verá que allí se sigue con atenta simpatía los esfuerzos del clero por extender el Reino de Cristo, así también el plan parroquial en los lugares de misión; que no pierde la ocasión, de llevar a los niños a una despedida de misioneros o una ordenación, esta ceremonia aunque profundamente instructiva y no obstante ignorada por tantos cristianos. Y si él lee en las almas, descubrirá en el corazón de ese padre y de esa madre el deseo ardiente de que Cristo venga bajo su techo a reclutar a sus apóstoles. Deseo humilde y “abandonado”: ellos saben bien que es la elección de Cristo, y no la de ellos, padres, la que decide. Pero valoran el crear un clima donde las vocaciones pueden despuntar y abrirse. Quizás un día tengan la felicidad de recibir la primera bendición de un hijo recientemente ordenado. Entonces, se arrodillan delante de él, le rinden homenaje a esta más alta paternidad en la que viene a estar investido el fruto de su amor.

En el momento en que el sacerdote se separa de ellos para regresar a su tarea apostólica, se siente más fuerte: sabe que el retiro que va a predicar es aceptado, que ha decidido obtener la curación de la madre ante el peligro del que ha hablado. Se ha hecho cargo de su ministerio; acepta a cambio en su oración y su misa a esta familia de la que él conoce las aspiraciones.

A estos hogares en los que sabe que se practica la hospitalidad cristiana, el sacerdote no dudará en llevar a ese catecúmeno al que debe ayudar en su preparación para el bautismo, a ese desarraigado que no encontrará el equilibrio si no es cerca de una familia sana, a esos novios que buscan sus consejos. Mientras no sea sostenida, completada por la abnegación de una familia, su acción queda frecuentemente precaria: teme por el nuevo convertido, la joven familia aislada, la vocación amenazada por un entorno hostil.

Estimar, acoger, secundar a los sacerdotes está bien; pero no es todo. Es necesario que los hogares oren por ellos. Por el clero parroquial primero.

¿No es normal tender a socorrer aquellos a quienes uno consagra su corazón y su tiempo?¿Por qué será que demasiado frecuentemente los fieles parecen poco solidarios con su clero, y más prontos a la crítica que al servicio? Y cuando un sacerdote falla, se indignan. ¿No deberían primero interrogarse sobre la parte de su responsabilidad? ¿Han apoyado y protegido a sus sacerdotes? ¿Ignoran que toda cabeza es un hombre especialmente acosado por el enemigo?

Más raros aún aquellos que oran por su Obispo, a pesar de la invitación del misal en el momento de la misa. Hablan como de un funcionario que a recibido la plenitud del sacerdocio; casi todos parecen ignorar que es la cabeza espiritual de la iglesia diocesana, el auténtico sucesor de los apóstoles cerca de ellos, responsable de ellos ante el Padre. ¿Haría él que los esquimales vinieran a evangelizar a Francia? Ellos, cuando hablan de su obispo, lo nombran “la gran cabeza de la oración”.

¿Cómo podría acabar este artículo sin evocar a ese sacerdote hacia quien se vuelven las miradas católicas y cuyo rostro basta contemplar para adivinar que siente sobre sus espaldas el peso bruto de “la solicitud de todas las iglesias”? Jesucristo, desde lo alto de la colina, llora sobre la gran ciudad “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina a sus polluelos…” Semejante dolor debe desgarrar el corazón de Pío XII al frente de esta humanidad dividida y amenazada por las peores catástrofes. Puede al menos saberse comprendido por vuestros hogares y sostenido por vuestra oración.

Henry Caffarel.
L’Anneau d’Or
L’homme de Dieu
Mayo- Agosto 1955
Págs. 352-358