La vida cristiana se juega en lo cotidiano, en lo ordinario, como el tiempo litúrgico en el que estamos.
Confiar en las personas, no en el dinero

1. Capítulos antes, Marcos nos decía que Jesús instituyó a los doce «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Esto se concreta ahora. Jesús no fue bien recibido en su tierra (cf. Mc 6, 1), comenzó entonces a enseñar en las aldeas vecinas. Busca completar su tarea enviando a sus discípulos a anunciar la buena nueva. Ir «de dos en dos»(v. 7) es una costumbre tradicional del pueblo judío para llevar un mensaje importante. El Señor les da indicaciones, cuyo espíritu sigue siendo capital para quienes hoy son portadores del evangelio. 2. La misión debe ser cumplida con simplicidad y pobreza. El camino se hará con sandalias y con un bastón en la mano, sin «pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja» (v. 8). Llevar dos túnicas es señal de riqueza. Así sobriamente deben ir los mensajeros del Reino, con sólo lo esencial. Mateo (10, 9-15) y Lucas (9, 1-6), en textos paralelos a éste, añaden y quitan a esa enumeración. Lo importante no es la letra de las instrucciones, sino el sentido de ellas. Nada debe estorbar la proclamación del Reino. Este no puede ser presentado desde el poder y la seguridad que da el dinero o la posición social. Es necesario dejar que el evangelio aparezca con toda su fuerza. Los seguidores de Jesús dependerán de la acogida que les den las personas a quienes se dirigen (cf. v. 10), no de ventajas en la sociedad.

No ser un «profesional»

La pobreza del mensajero es una condición exigida por el mensaje mismo. Si hay algo difícil en la vida de los cristianos, y de toda la Iglesia, es precisamente esto. Tendemos a tomar precauciones y seguridades. A instalarnos y gozar de privilegios que, paradójicamente, pueden venir en nuestra sociedad de la misma tarea evangelizadora. El reclamo del Maestro es siempre permanente y nos lleva a la fuente y al sentido de la misión. El profeta no puede dejar de confrontar los poderes de este mundo cuando ellos maltratan al pueblo. Si no escuchan, habrá que sacudir el polvo de nuestros pies (cf. Mc 6, 11). Amós mantiene clara su conciencia de portador de un mensaje. Frente a la amenaza de expulsión que recibe, contesta con sencillez: no soy un profesional de la profecía: «yo no soy profeta ni hijo de profeta», 7, 14, soy simplemente un hombre de este pueblo, pero he recibido una responsabilidad: el Señor me mandó ir a profetizar, cf. v. 15. Y la cumplirá, agrade o no a los poderosos. En esa tarea sólo confiará en Dios y no en el dinero. La misión recibida viene de una elección, «antes de crear el mundo» (Ef 1, 4). Ser hijos de Dios es una gracia, pero también una exigencia. De ésta hay que responder ante Dios mismo. Sólo un profundo sentido de Dios, el rechazo de todo privilegio social o económico, una auténtica pobreza personal, un ejercicio «no profesional» del papel de evangelizador, permitirá que demos un testimonio que conduzca a una conversión (cf. Mc 6, 12).

GG