Aunque los Evangelios nos ofrecen innumerables palabras de Cristo, solo nos reportan tres del Padre. ¡Cuán preciosas deberían ser para nosotros! Una de ellas es un consejo, el único consejo del Padre a sus hijos. ¡Con cuánto amor infinito, con cuánta deferencia filial debemos recibirlo con cuánta diligencia deberíamos seguirlo! Ese consejo, que guarda el secreto de toda santidad, es simple y se expresa en una sola palabra “Escuchadlo”. (Mt 17, 5), dice el Padre cuando nos señala a su Hijo Bien Amado.

No contento con hablarnos por sus obras y sus profetas, Dios, para darse a conocer, nos ha enviado a su Hijo. “Escuchadle”, es la orden del Padre. Tenemos que estar atentos a él con toda nuestra inteligencia, todo nuestro corazón, todo nuestro ser.

Hacer oración, es pues el gran acto de obediencia al Padre; es hacer como la Magdalena, sentarnos a los pies de Cristo para escuchar su palabra o, mejor, para escucharla. Es El quien nos habla. Realmente es El. Son solo sus palabras las que debemos escuchar.

Por eso es muy recomendable hacer oración a partir de una página del Evangelio; con la condición de leerla no como un profesor de literatura sino alguien amoroso que, más allá de las palabras que recibe, escucha latir el corazón de su amado.
Saber escuchar es un gran arte. Cristo mismo nos dice: “Poned atención a vuestra manera de escuchar” (Lc 8, 18). Si estamos al borde del camino, rocoso o en un terreno enmarañado, su Palabra nunca podrá crecer en nosotros. Se trata de esa buena tierra donde la semilla encuentra cuanto necesita para germinar, desarrollarse y morir.

Escuchar además no es solamente algo inteligente. Es todo nuestro ser, alma y cuerpo, inteligencia y corazón, imaginación, memoria y voluntad, que debe estar atento a la palabra de Cristo, abrirse a ella, hacerle un lugar, dejarse investir, invadir, embarga, adherirse a ella sin reservas.

Comprendéis por qué utilizo la palabra “escuchar”, para meditar en ella. Tiene un acento mucho más evangélico y sobre todo, designa no una actividad sino un encuentro, un intercambio, un corazón a corazón: eso es esencialmente la oración.

Cuando nos acercamos a El por la oración la Palabra de Cristo nos convierte, nos “ hace pasar de la muerte a la vida” (Jn 5, 24), nos resucita; llega a nosotros, para nosotros como fuente radiante de vida eterna.

Mas escuchar la palabra no es suficiente. “Bienaventurados, dice Cristo los que escuchan la palabra de Dios y la practican” (Lc 11, 28), regocijarse en ella, nutrirse de ella, llevarla siempre consigo como María con el hijo que concibió – que era la Palabra sustancial. A través de la palabra Jesús santificaba a quienes la encontraban, hizo saltar de alegría a Juan Bautista en el seno de su madre, Lo mismo quiere hacer con nosotros.

Decir esto no es suficiente. Esta palabra, escuchada, guardada, debe “practicarse activamente” (Jc. 1, 25). Esto significa permanecer siempre, a lo largo del día, atento a su presencia viva en nosotros, dejarnos llevar por sus sugerencias, dejar que nos arrastre. Es su dinamismo el que nos hará multiplicar las obras nuevas, trabajar, soportar, vivir, morir para el advenimiento del Reino de Dios. Y si somos fieles, grande será nuestra alegría porque Jesús dijo: “Los que escuchan la palabra de Dios y la practica, esos son mi madre, y mis hermanos” (Lc 8, 21).

Henri Caffarel.