Hace más de veinte años que dirijo retiros para matrimonios. Y cada vez esos hombres y mujeres, casi todos anémicos al entrar en esa “clínica” que es una casa de retiros, para esa “cura del alma” (como dicen los protestantes) que es el retiro, han adquirido al salir una nueva vitalidad espiritual.

Uno o dos años después, tendrán que hacer otra vez un retiro, porque muchos habrán caído de nuevo en la anemia. Y una vez más experimentarán la extraordinaria eficacia de esos días pasados con Dios.

¿Cuál es, entonces, el secreto de esa eficacia?: silencio, misa cotidiana, oración… y otras muchas razones, sin duda. Pero la primera razón, la más decisiva, es otra. La fe de esas personas estaba debilitada, enferma, dormida, agotada, moribunda: al soplo de la Palabra de Dios se despierta, se afirma y toma vida. Pues hay una estrecha relación entre la fe y la Palabra del Señor: sólo la Palabra tiene el poder de hacer surgir y de alimentar la fe, que es conocimiento de Dios, de su vida íntima y de su plan sobre el universo.

La fe desaparece en quien no se abre a la palabra de Dios, y no la guarda. Yo entiendo por Palabra de Dios los Libros inspirados y toda palabra y escrito que presenta la Revelación contenida en estos Libros.

Si hay tantos cristianos enclenques es porque muy pocos de ellos buscan a Dios:

“El Señor observa desde el cielo
a los hijos de Adán,
para ver si hay alguno sensato
que busque a Dios.”
(Sal 14, 2)

Por el contrario, aquél que alimenta su fe, que busca el conocimiento de Dios, es decir el conocimiento de Jesucristo, por quien y en quien el Padre nos lo ha dado todo, nos lo ha dicho todo, nos lo ha revelado todo, nos lo ha manifestado todo, ese está a salvo de la anemia espiritual. Y como alimenta su fe, su amor a Dios se desarrolla, su generosidad en el servicio a Dios crece. Está vivo.

“Esta es la vida eterna:
que te conozcan a ti, único Dios verdadero,
y a tu enviado, Jesucristo.”
(Jn 17,3)

Henri Caffarel.