Ascensión del Señor
Han pasado tres años. Los discípulos de Jesús llevan en su mente y en su corazón cientos de palabras y de experiencias vividas con el Maestro. Han compartido largas jornadas de predicación y han sido testigos de innumerables curaciones. Pero ahora, tal como se lo han escuchado decir a Jesús, ha llegado el tiempo del Espíritu, de una nueva forma de presencia del Resucitado en medio de la comunidad que, además de enseñarles todo, les llenará de fuerza y valor. La ausencia física de aquél con quien compartieron caminos e historia no les puede inmovilizar, no se pueden quedar parados mirando al cielo como les dicen los hombres de blanco que recuerda el relato de los Hechos. Al contrario, la fuerza de la nueva presencia del Señor los lanza a compartir todas las experiencias que han vivido con él de modo que, algo tan maravilloso y generador de sentido para ellos, no se quede en su pequeño grupo sino que sea una buena noticia para toda la humanidad.

El relato de la Ascensión sugiere dos reflexiones:

1. “Vayan al mundo entero y proclamen el evangelio a toda la creación”.  Los discípulos de ayer y, nosotros hoy, recibimos el mandato del Señor de anunciar el Evangelio al mundo entero. Es una buena noticia que, de ninguna manera, se puede convertir en propiedad privada de unos cuantos pues su alcance, en el designio de Dios, es universal.

La buena noticia que estamos llamados a anunciar, a tiempo y a destiempo, no es un conjunto de consejos piadosos o de historias edificantes dignas de imitar de generación en generación sino el anuncio del proyecto de salvación que Dios tiene para la humanidad y para toda la creación; una palabra y una vida que, al comunicarla y compartirla, genera un dinamismo capaz de transformar hondamente la vida de quien la acoge.

Guardar este mensaje en el arcón de nuestra casa o compartirlo solo con “los nuestros” sería un acto de irresponsabilidad por no decir de egoísmo y de injusticia. No podemos callar ni ocultar el mensaje que a nosotros nos cambió la vida llenándola de sentido. No podemos anunciar este mensaje solo a nuestros amigos, a los que nos aplauden, a los que comparten nuestra forma de ser y pensar… El Señor nos manda a anunciarlo a toda la creación.

Cuando anunciamos el Evangelio lo hacemos con profunda humildad, sabiendo que proponemos un camino que hace que la vida sea plena pero, de ninguna manera, con la pretensión de imponerlo. Lo hacemos con humildad, sí, pero también con la convicción de que esta buena noticia, que es Dios mismo, no la podemos callar pues creemos y sentimos que es una palabra pertinente para la construcción de una nueva sociedad inspirada en valores como la fraternidad, la solidaridad, la verdad, la justicia y un larguísimo etcétera.

2. “A los que crean, les acompañarán estos signos…”

¿Qué signos hacen que nuestro anuncio de la buena noticia de Jesús sea creíble para los hombres y las mujeres de hoy? En un tiempo de testigos más que de textos, siento que nuestra palabra debe estar acompañada de signos de vida, señalo solo unos cuantos:

La acogida misericordiosa y compasiva. La comunidad que vive los valores del Evangelio se goza y celebra la llegada de quienes se habían ido de casa o de quienes se acercan por primera vez a ella. Una casa de puertas abiertas es un signo inequívoco de que la buena noticia de Dios es para todos y no para unos cuantos, una señal inequívoca de que Dios quiere que todos los hombres se salven y que nosotros no somos nadie para excluir ni dejar fuera. La comunidad que acoge con misericordia y compasión apuesta por los que vienen tocando su puerta y, sin juzgar, abraza y acoge con cariño. ¿Por qué poner tantas trabas a quienes quieren volver? ¿Por qué tender mantos de sospecha por los sectores de Iglesia que han hecho la opción de ser “casas de acogida”?

La sanación. Traigo de nuevo la bella imagen del Papa Francisco de la Iglesia como Hospital de Campaña. ¡Cuánto dolor y sufrimiento hay en personas, familias y comunidades! Cuánto dolor que nosotros podemos ayudar a mitigar o, por lo menos, ayudar a sobrellevar con el abrazo tierno y solidario, con la palabra oportuna y, obviamente, con las acciones necesarias para restañar las heridas de los hermanos tirados a la vera del camino. Los ejemplos pueden ser cientos… Arriesguémonos a sanar a los hermanos heridos aunque algunos hermanos mayores, como el del hijo pródigo, nos señalen como sospechosos.

La reconciliación. La tierra está muy herida… los conflictos, de todos los órdenes, van dejando ríos de sangre en la geografía mundial. El anuncio del Evangelio debe ir acompañado de esfuerzos grandes por tender puentes de reconciliación que derriben los muros que separan pueblos, comunidades y personas. Los discípulos de Jesús no podemos caer en la tentación de la polarización que quieren generar los señores de las guerras. Nuestra palabra y nuestra vida han de ayudar a clarificar la verdad, demandar justicia y reparación pero, sobre todo, invitar al perdón sin límite. Hay muchos más signos, dejemos de momento estos tres sabiendo que en cada momento el Señor de la Historia nos demandará los que sean necesarios. No nos quedemos quietos mirando al cielo, vayamos a anunciar el Evangelio a toda la creación.

J.C.R.