Nuestra facultad sobrenatural para conocer es la fe. A Menudo adormecida, tenemos que despertarla, ejercitarla y desarrollarla por la meditación y la oración. Se convertirá entonces en avidez por conocer al Dios vivo.

Tengo que confesarte que tu desprecio de la oración de meditación no me parece totalmente limpio. Tienes razón al pensar que la oración no debe ser un ejercicio intelectual, sino un tiempo de intimidad con Dios en el cual la inteligencia debe ceder su puesto al corazón. Pero me temo que, bajo el pretexto de salvar la primicía del amor, no estimes suficientemente la importancia del conocimiento de Dios. Estás dejándote deslizar por una pendiente por la que las mujeres os soléis adentrar, mientras los hombres tienden más bien al intelectualismo. Las dos tendencias son peligrosas. Hay que alertar a los hombres, cuya vida interior está dividida en compartimentos, de que entre la inteligencia, el corazón y la voluntad no siempre existen puertas de comunicación.

El conocimiento no les conducirá necesariamente al amor. Pero la oración afectiva que tú aprecias, y con razón, debe precaverse de otro peligro: que el amor, insuficientemente alimentado por el conocimiento, degenere en sentimentalismo.

A decir verdad, este rechazo un tanto negativo de la meditación no es únicamente algo femenino, sino propio de toda tu generación. Es sin duda una reacción contra los métodos que nuestros contemporáneos han acusado de aprisionar al alma en vez de darle alas. Pero es de lamentar que el descrédito más o menos merecido que se atribuye a ciertos métodos se extienda a todo esfuerzo de conocimiento de Dios.

Recuerda la conferencia a la que fuiste con tu marido hace un mes.

Yo os decía que el amor conyugal se debilita cuando los esposos dejan de avanzar en el descubrimiento mutuo. Lo mismo ocurre con la relación con Dios: el amor decae cuando se relaja el esfuerzo por conocer. El conocimiento y el amor o, dicho de otra manera, la fe y la caridad están estrechamente unidas.

No te resignes, pues a un conocimiento de Dios aletargado. Despiértalo. ¿Cómo? Del mismo modo en que por la mañana consigues que salga del sueño tu pequeño Marc, que abre con dificultad sus párpados cargados de noche, mira sin ver y vuelve a quedarse dormido. Le llamas otra vez, y su mirada prendida de la tuya, que le sonríe, se despierta y sonríe también, y de repente, gracias a tu presencia, parece interesarse por esa jornada que empieza. Ofrece también a la mirada de tu fe aquello que pueda capturar su atención, haz que se vuelva de nuevo hacia ese rostro de Dios, que ya no distinguía por estar medio dormida.

Pero una fe adormecida no se despierta en unos pocos instantes o en unas pocas semanas, ni se consigue rápidamente que adquiera penetración, celeridad, intensidad. El gran medio para reanimarla, enriquecerla, revitalizarla, es la oración de meditación. Aquellos que tienen una fe viva, porque la alimentan a lo largo de los días por el estudio y la reflexión, aman a Dios sin esfuerzo, porque llegan a la oración preparados. Otros tendrán que ejercitarse pacientemente, laboriosamente, en el conocimiento de Dios por la práctica de la oración-meditación. Su fe acabará por despertarse y vivir, por estimular su amor y sostener su oración.

Te aconsejo recitar de vez en cuando esta oración de San Agustín que suscitará en ti la necesidad del conocimiento y animará tu búsqueda:

“Señor, Dios mío, mi única esperanza, ¡escúchame! No permitas que por pereza deje de buscarte; por el contrario, haz que yo persiga ardientemente tu rostro. Dame la fuerza de continuar buscándote, tú que me has hecho encontrarte. Ante tí está mi fuerza y mi debilidad, ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; que lo que tú has abierto acoja mi llegada; que lo que tú has cerrado se abra a mi llamada.”

Henry Caffarel.