Si algún amigo me preguntara cómo orar, le contaría la historia de Bañodesol.

– ¿Bañodesol?
– ¡Claro!, Bañodesol. Quizás hasta usted lo haya visto. Ahí le va su retrato.

Bañodesol está en el mar. Se preocupa muy poco de nadar. Sólo viene a tomar un baño de sol. Lo único que le importa es broncearse. Se expone a los rayos del sol. Imposible leer el periódico, su espíritu está totalmente absorto, concentrado en el sol. Con cuánto método él voltea su cuerpo progresivamente hacia los rayos. Evita a todo precio la sombra, aun la de su brazo, y si la decencia lo permitiera, hasta se quitaría el minúsculo vestido de baño.

El éxito de sus vacaciones está centrado en el baño de sol. Lo apasionan los boletines meteorológicos. Al regresar, está a la caza de la frase mágica de sus compañeros de oficina, la que será la última recompensa, el pago de sus sufrimientos y de los efectos del torso al sol, cuando exclamen al ver su cara: “¡Pero cómo te has bronceado de bien!…”

A ese amigo que me preguntara cómo orar, le diría: usted que busca cómo orar, expóngase al Señor. El Señor es el sol. Ocupe su tiempo en evitar la sombra sobre usted, es decir, evite las distracciones. No hable, no busque frases, simplemente tome conciencia de que está delante del Señor para que Él lo ame.

No se diga: pierdo el tiempo, no sucede nada, no hago ni oigo nada. La oración es una actitud delante del Señor. Su alma está extendida delante de Él, ella se baña en el amor divino. Usted le permite dejarse querer. ¿De qué serviría un discurso?

Claro está, usted se distrae: la menor tontería hace que su espíritu vuele a otra parte. Basta entonces con que usted repita interiormente algunas palabras, casi siempre las mismas: “Dios mío, estoy ante ti, yo me humillo…”, “Creo, sé que estás aquí…”, “Sé que me amas. Inúndame con tu amor como con un baño de sol…”, “Te amo y te adoro…”. Usted permanece en silencio, en una actitud de adoración y la gracia lo llenará y colmará.

No nos hagamos ilusiones: esta actitud no será eficaz si no estamos convencidos de nuestra pobreza, si no tenemos el espíritu de infancia.

Y si aún así no llegamos a orar, ¿no será porque, más o menos, el orgullo nos lo impide? Siempre queremos conducir nuestra vida, guiar nuestra meditación.

Tengamos la sencillez de un niño: dejémonos amar en silencio como Bañodesol delante del astro rey, y nuestra oración agradará al Señor.

Henri Caffarel.