Lc. 15, 1-, 11-32
Jesús en el Evangelio, nos garantiza, mediante una parábola, la firme voluntad de Dios de aceptar nuestra conversión.
1. El domingo pasado reflexionamos sobre la conversión “perfectiva”, es decir, aquella que nos lleva a unos comportamientos cada vez más parecidos a los que tenía Jesús, que es lo mismo que decir, aquellos que nos hacen avanzar hacia la perfección que, en lenguaje religioso, se denomina santidad.
Esta mañana Jesús nos habla de otro tipo de conversión y nos la presenta como el gran recurso para aquellos casos en los que la debilidad humana no ralentiza el progreso hacia la perfección sino que nos aparta radicalmente de su camino.
Tal conversión la expuso Jesús en la parábola del hijo pródigo. En ella podemos distinguir dos partes: una que nos anima al reencuentro con Dios, cuando nos hemos comportado con Él como aquel hijo rebelde, y otra, que nos orienta sobre nuestro comportamiento con aquellos que lo han hecho con nosotros.
2. Comenzamos con la primera de las enseñanzas: La que hace referencia a nuestros desplantes a Dios.
Esta parte es extraordinariamente consoladora al mostrarnos a Dios en actitud paternal, llena de compasión y misericordia.
La figura del padre en la parábola es gigantesca tanto en su comportamiento con el hijo infiel como con el fiel.
Con el infiel, el que se marchó de casa dejándole con el corazón destrozado:
No le elimina de sus preocupaciones de padre. Por eso salía a ver si volvía.
No le deshereda. Cuando vuelve le considera con todas las prerrogativas propias de un hijo.
No le castiga, ni siquiera le da tiempo para excusarse. Le recibe con los brazos abiertos y le prepara un festín.Se muestra alegre no porque le ha recuperado para la familia sino porque estaba perdido, él, el hijo malo, y ahora estaba otra vez a salvo. El buen padre no piensa en él, piensa solo en la felicidad de su hijo.
3. Con el hijo fiel. El que se ha quedado en casa junto a su padre y trabajando por la hacienda.
También sale a buscarlo para hacerle reflexionar sobre lo bueno que es que su hermano, que se había convertido en un desgraciado, hubiera vuelto a casa, volviera a ser feliz en un hogar.
Ante su queja de no haber tenido un cordero para una celebración con sus amigos, cariñosamente le dice: es que tú estabas en casa y todo lo mío era ya tuyo, no es el caso de tu pobre hermano que no tenía donde caerse muerto.
4. Es un padre fenomenal que despierta toda nuestra admiración. Se olvida de todo para poder dedicarse a consolar y tranquilizar al hijo que le había hecho daño con su marcha y al que se lo estaba haciendo ahora con sus críticas y quejas.
Antes de pasar a la reflexión sobre las enseñanzas para nosotros cuando seamos los ofendidos, parece oportuno reconocer que una pequeña parte de verdad le asistía al hijo bueno. De alguna manera tenía razón en quejarse. Su padre le garantiza que todo lo de la casa era de él. SÍ, es verdad, pero parece ser que su padre nunca se lo había dicho. Es un defecto muy común este de no saber agradecer, de no manifestar nuestro parabién a la gente buena, a la que cumple con su deber.
Debemos mostrar nuestro agradecimiento a todas aquellas personas que hacen algo en favor nuestro, aun cuando eso que nos hacen nos sea debido. Sobre todo, hemos de tener esto muy presente dentro del ámbito familiar, en el que, demasiadas veces, damos por supuesto que agradecemos lo que nos hacen pero sin manifestarlo abiertamente. Eso duele.
Cuanto más íntima es la relación, cuanto más lógica nos parece la actitud del otro miembro de la familia porque es mi padre, mi madre, mis esposo o esposa o mis hijos, tanto más, hemos de manifestar clara y frecuentemente nuestro agradecimiento. Nunca debemos darlo por hecho. De bien nacidos es ser agradecidos y MANIFESTARLO.
La segunda idea contenida en la parábola es la referente a nuestro comportamiento con los hijos pródigos, con aquellas personas que nos han hecho sufrir.
Si queremos parecernos a nuestro Padre Celestial, que es a lo que nos invitaba Jesús el domingo pasado, no nos queda más remedio que actuar nosotros de una manera semejante a la del buen padre de la parábola.
No cortar afectivamente dejando al ofensor abandonado. Esperarle, salirle al encuentro si es necesario y luego perdonarle con signos claros de aceptación de su arrepentimiento. Es lo que hizo el padre del hijo pródigo. Si así lo hacemos iremos volando tan alto que daremos a la caza alcance, que nos decía el domingo pasado S. Juan de la Cruz. Iremos haciendo posible lo de acercarnos a la perfección del Padre Celestial que, a primera vista, nos parece tan lejano.
Como en otras ocasiones, no para amenazarnos sino para “animarnos” a realizar el bien, Jesús nos recuerda que con la misma medida que midamos seremos medidos y que muy frecuentemente le pedimos que nos perdone, ¡ojo con lo que decimos! COMO nosotros perdonamos. No nos pongamos nosotros mismos el lazo en el cuello.
Por supuesto que la confianza en la misericordia de Dios no debe facilitar nuestras caídas. Sería una tremenda falta de lealtad, que pondría de manifiesto uno de nuestros peores lados morales: abusar de la bondad del otro.
Lo que ha pretendido Jesús con la parábola no es dar pie al abuso de la misericordia de Dios sino despertar en nosotros una gran confianza en un Dios que sobre todo quiere manifestarse con nosotros como un padre comprensivo que nos perdona y que nos pide, que también nosotros hagamos lo mismo con los demás. Otra vez vuelve a aparecer la revelación como una orientación que no solo nos conduce al Cielo sino también nos anima y ayuda a vivir dignamente y con elegancia nuestro paso por la tierra siendo hombres y mujeres bondadosos, creadores de paz.
Que así sea.
Pedro Sáez.