Esta es quizá la anécdota más extraña de mi vida, y la recuerdo ahora después de varios años. Sucedió cuando yo volví de la India para cuidar de mi madre que vivía sola, acababa de cumplir los 90, y me llamó para que la acompañase en los últimos años de su vida. El cuarto mandamiento mantiene su validez en cualquier circunstancia, y con todos los permisos y bendiciones de los superiores yo encontré un sustituto para dar mis clases de matemáticas en la universidad de Ahmedabad (India), y literalmente volé al lado de mi madre.

Los domingos por la mañana mi madre y yo solíamos ir con algunos amigos a tomar un café y charlar juntos un rato. Uno de esos días, mientras charlábamos animadamente en un café cercano, yo sentí sin más que tenía que volver a casa, y así lo dije. Todos me miraron como si estuviese chiflado, que desde luego me lo parecía hasta a mí mismo, pero aun así me levanté y volví a casa.

La puerta de abajo y la de nuestro piso estaban perfectamente cerradas con llave. Abrí, entré, llegué al dormitorio, y allí lo vi. La puerta del balcón estaba abierta, y había un hombre joven agachado y arrastrándose por debajo de la persiana con un cuchillo en la mano. Yo anduve en silencio hasta que mis zapatos le quedaron bajo sus ojos. Él miró hacia arriba, me vio, se levantó y quedó en silencio de pie en el balcón enfrente de mí con la verja entremedio. Yo le dije sin más: “Vuélvete por donde has venido.” Y aquí empezó la comedia.

Él comenzó a rogarme: “Por favor, no me haga bajar por ese maldito árbol, que bastante me ha costado subir. Déjeme entrar y marcharme tranquilamente por la puerta.” Le dije: “Dame el cuchillo.” Me lo dio. Era un cuchillo de cocina ordinario, nada de un arma profesional.

Él entró, quedó de pie a mi lado, y yo le puse la mano en el hombro. Él se echó a llorar. Cuando se calmó me dijo secándose las lágrimas: “Ya lo habrá adivinado. La droga. Tengo ‘el mono’ como decimos nosotros. El síndrome de abstención. No puedo pasarme sin ellas. Soy de buena familia, una de las casas allí enfrente, pero en casa no saben nada. No tengo dinero. Sé dónde se vende droga. Venía a encontrar algún dinero aquí para una dosis. Por favor, déjeme marchar.”

Yo lo acompañé hasta la calle, y le dije al despedirme: “Cuéntales todo a tus padres.”

Me queda la pregunta. ¿Por qué sentí yo de repente que tenía que volver a casa? Tengo una relación muy íntima con mi Ángel de la Guarda, y él tiene sus maneras de hacerme sentir lo que conviene. Se está sonriendo ahora. Él lo sabe.

P. Carlos G. Vallés, s.j.