La muerte es el momento en que se resume toda la vida, en que se alcanza la perspectiva final, en que todo tiene sentido, doloroso y absurdo quizá, pero radical, inevitable y definitivo. Hablo del sentido, del mensaje, de la teología y la proyección que el último acto de la existencia del hombre en la tierra lanza sobre la totalidad de esa existencia.
En ese momento supremo la vida entera del hombre se presenta ante él como un todo, se ve a sí mismo tal como es, como ha sido, gracias aprovechadas y oportunidades perdidas, la totalidad de sus experiencias y la sucesión de sus decisiones, la suma de sus días y el fruto de su vida.
El pintor ha acabado el retrato, ha dejado el pincel a un lado, da un paso atrás y echa un vistazo de conjunto al cuadro acabado. Y entonces lo ve. Esa línea, ese trazo, ese matiz. Encaja. O no encaja. Lo ve en un instante. Después lo cambiará o lo dejará estar, otros lo notarán o lo dejarán de notar…, eso no importa.
Eso es juzgar y eso es discernir… tanto para el pintor y su cuadro acabado como para el hombre mortal y su existencia consumada. Y, sin llegar a consumar esa existencia, también para el hombre peregrino y su cuadro a medias, para proyectar en su mente por un momento la imagen final que quiere y prevé.
Esta decisión que estoy a punto de tomar le va bien a mi vida, es parte de mi paisaje, hace juego con mi persona. O no hace juego, desentona, está fuera de lugar.
La totalidad de mi vida, reflejada a larga distancia en el espejo de mi muerte, es el marco existencial perfecto para proceder a la elección precisa.
P. Carlos G. Vallés, s.j.