Recuerdo haber leído una frase del famoso novelista japonés Susako Endo:
“Las personas nunca conocen su verdadero aspecto. Todo el mundo cree que la máscara social falsa y afectada que luce es su auténtico rostro”.
Desde niños, de forma inconsciente, cuando vamos alcanzando el uso de la razón comienza en nosotros una difusa sensación de miedo a no ser valorados, a no ser queridos. Entonces nos comparamos con aquellos de nuestro entorno que reciben alabanzas, protección y cariño. “Mira tu hermano, que bien se porta”. “Fíjate en fulanita, que chica más linda”. Y nos muestran un arquetipo, una figura ideal que debe ser imitada: el estudiante aplicado, la adolescente ordenada, el hijo obediente que nuestros padres y familiares han proyectado desde su “superego” para nosotros. O bien para escapar de eso, elegimos personajes rebeldes o alternativos que nos atraen en la escuela, en el cine, en la religión, en la calle como una identidad apetecida.
Así arranca en mí la necesidad de ponerme una máscara, adoptar un determinado disfraz. Yo no adopto una sola careta, sino varias, según las circunstancias: una en casa y en familia, otra con los amigos. La tercera en la oficina, que también cambia ante el jefe, los compañeros de trabajo, los clientes. Solo cuando cerramos la puerta de nuestro cuarto emerge algo de lo que somos de verdad, y esa incoherencia nos pone tristes.
Es el miedo el que nos impide ser nosotros mismos…
Pedro Miguel Lamet, s.j.