La figura de Tomás, como discípulo que se resiste a creer, ha sido muy popular entre los cristianos. Sin embargo, el relato evangélico dice mucho más de este discípulo escéptico. Jesús resucitado se dirige a él con unas palabras que tienen mucho de llamada apremiante, pero también de invitación amorosa: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás, que lleva una semana resistiéndose a creer, responde a Jesús con la confesión de fe más solemne que podemos leer en los evangelios: «Señor mío y Dios mío».
¿Qué ha experimentado Tomás al encontrarse con Jesús resucitado? ¿Qué es lo que ha transformado a este discípulo, hasta entonces dubitativo y vacilante? ¿Qué recorrido interior lo ha llevado del escepticismo hasta la confianza? Lo sorprendente es que, según el relato, Tomás renuncia a verificar la verdad de la resurrección tocando las heridas de Jesús. Lo que le abre a la fe es Jesús mismo con su invitación.
A lo largo de estos años hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más escépticos, pero también más frágiles. Nos hemos hecho más críticos, pero también más inseguros. Cada uno hemos de decidir cómo queremos vivir y cómo queremos morir. Cada uno hemos de responder a esa llamada que, tarde o temprano, de forma inesperada o como fruto de un proceso interior, nos puede llegar de Jesús: «No seas incrédulo, sino creyente».
Tal vez necesitamos despertar más nuestro deseo de verdad. Desarrollar esa sensibilidad interior que todos tenemos para percibir, más allá de lo visible y lo tangible, la presencia del Misterio que sostiene nuestras vidas. Ya no es posible vivir como personas que lo saben todo. No es verdad. Todos, creyentes y no creyentes, ateos y agnósticos, caminamos por la vida envueltos en tinieblas. Como dice Pablo de Tarso, a Dios lo buscamos «a tientas».
¿Por qué no enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte confiando en el Amor como última Realidad de todo? Esta es la invitación decisiva de Jesús. Más de un creyente siente hoy que su fe se ha ido convirtiendo en algo cada vez más irreal y menos fundamentado. Tal vez ahora, que no podemos ya apoyar nuestra fe en falsas seguridades, estamos aprendiendo a buscar a Dios con un corazón más humilde y sincero.
No hemos de olvidar que una persona que desea sinceramente creer, para Dios es ya creyente. Muchas veces no es posible hacer mucho más. Y Dios, que comprende nuestra impotencia y debilidad, tiene sus caminos para encontrarse con cada cual para ofrecernos su salvación.
Es digna de contemplación la “pedagogía” de Jesús con el incrédulo Tomás. De contemplar y de aprender de ella en nuestro proceso de evangelización, en los que tantas veces quisiéramos éxitos rápidos y fáciles.
De entrada, Jesús no se “ofende” por la incredulidad inicial de Tomás y le da, cómo no, una nueva oportunidad. Eso sí: sin ninguna precipitación ni prisa: “a los ocho días”; le da tiempo a Tomás para que haga su propio proceso; no lo avasalla, ni le impone nada.
Cuando de nuevo se presenta Jesús en medio de la comunidad ya con Tomás, Jesús se “pliega” a las exigencias de Tomás. No responde a ellas de un modo soberbio, sino que le ofrece humildemente las manos y el costado para que el discípulo pueda verificar que es el Maestro crucificado.
Tomás no necesita ya meter sus manos en el cuerpo de Jesús. Ha tenido una prueba mayor para sostener sus fe: esa paciencia, esa misericordia, esa humildad sólo pueden ser del Maestro: “¡Señor mío y Dios mío!” El incrédulo Tomás pronuncia una de las confesiones de fe más radicales del evangelio. Le ha convencido no tanto lo que ha visto o tocado como lo que ha experimentado.