No nos asfixiemos
Por Henri Caffarel
“¡Nos ahogamos cuando nos reunimos con vuestras familias cristianas! Cuanto más cristianas son, más irrespirable se hace el aire que las rodea”. Cuántas veces he oído esta reflexión por parte de los no creyentes o de los semicreyentes.
Ciertamente es así. Y me miran asombrados al decirlo, creyendo que me escandalizarían,… pero no añadan: “cuanto más cristianas son”.
Efectivamente, muchos hogares se creen auténticamente cristianos y, sin embargo, no viven más que un cristianismo de caricatura. Toda su religión se reduce a la práctica de la virtud; incluso los sacramentos no representan para ellos más que un medio para conseguirla. ¡Cuántas energías derrochan para adquirir y salvaguardar su virtud! Son abnegados; imperturbablemente abnegados: a cualquier hora se puede llamar a su puerta. Tienen la preocupación del “compromiso” y del “testimonio” (¡Bastante se les ha hablado de ello desde hace veinte años!), pero, es muy cierto todavía, que son mortalmente aburridos. Nadie deja de admirarlos – pues hay grandeza en tales vidas -, y sin embargo, nadie desea imitarlos.
Cuando pienso en ellos, me vienen a la memoria, irresistiblemente, las palabras de Péguy: “La moral fue inventada por los débiles y la vida cristiana fue inventada por Jesucristo”.
Pero el cristianismo no es, ante todo, una moral. No es el culto del dios Deber, divinidad sin semblante, sino que es una religión y no una religión cualquiera al servicio de un dios lejano. Es una vida con Dios, es una comunidad de amor con Él.
“Estoy ante la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre, entraré en su casa, cenaré con él y él cenará conmigo”. Aún más; la vida cristiana es una comunión. Por la fe, una fe viva se entiende, el cristiano comulga con el pensamiento divino y según dicen los teólogos, participa en el conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Por la caridad, ama a Dios con el propio Corazón de Dios y queda vitalmente asociado al acto mediante el cual se ama Dios a sí mismo. Henos aquí lejos de la moralidad espartana de unos o de la moralidad un poco burguesa de otros.
Estamos tan habituados a todas estas fórmulas aprendidas en el catecismo, que nos maravillamos ante las grandes realidades que encierran.
Gracias a Dios hay cristianos que toman en serio esas realidades sobrenaturales, y que viven de ellas. Su fe es una pasión por conocer a Dios y sus pensamientos. Se esfuerzan en mantenerla viva y en hacerla progresar, meditando sobre su divina Palabra y poniendo atención en lo que Dios les quiere comunicar en cada acontecimiento diario.
Su fe siempre joven y atenta, penetra cada vez más adentro en las “inagotables riquezas de Cristo” y su alegría estalla en estas palabras de San Juan, que expresan fielmente su pensamiento: “Y nosotros hemos reconocido el amor que nos tiene Dios y hemos creído en ese amor”.
Trabajan en amar a Dios -todo amor es labor antes de ser posesión. Poco a poco, ese amor se convierte en el motor de todos sus actos, en su razón de vivir. San Pablo escribía: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro?… De todo esto nosotros somos más que vencedores, gracias a Él que nos ha amado”.
La moral de esos cristianos -pues tienen una moral, aunque no es la de los débiles -es la irradiación de la vida divina… Sed misericordiosos como lo es vuestro Padre. San Pablo la definía con las siguientes palabras: “Sed los imitadores de Dios. Como hijos suyos predilectos”.
No hay peligro de asfixia entre esos cristianos. No son los prisioneros de un moralismo o de un legalismo, sino que son libres; tienen la libertad de los hijos de Dios. Entre ellos se respira a pleno pulmón el aire libre de Dios y ellos os proporcionan el deseo de Dios.
Henri Caffarel.