Enfermedad. Es la palabra del momento. Muchos dirían que esto es más que una enfermedad, pues en ocasiones lleva a aislarnos de nuestra familia y, en todo caso, de los amigos. Nos lleva a no poder visitar a nuestros abuelos o a pedirle a un familiar que acuda solo al hospital para evitar más contagios. Es una enfermedad que, en el peor de los casos, empuja a la soledad y en el mejor de ellos, a la compañía de unos pocos.
Mi opinión es que, desde luego, esto sí que es mucho más que una enfermedad: es una oportunidad de trazar puentes con los otros, con uno mismo, y con Dios.
A parte del ingente crecimiento de video llamadas para echarse cañas por Internet y jugar online partidas multitudinarias, esto nos está llevando a algo que, aunque es tan antiguo como el mundo, parece que lo hemos redescubierto en pleno siglo XXI: la conversación. Estamos ya tan aburridos de las redes sociales, las series y de las recetas de bizcochos que añoramos la conversación con otros seres humanos y sentir que otras historias (más allá de la nuestra) tienen cabida en nuestro interior.
Parece que todo lleva a intentar sumergirse un poco más en uno mismo para ver qué hay dentro. Inicialmente, empieza como una forma de buscar entretenimiento a través de la creatividad o la imaginación, pero puede acabar siendo mucho más. Y esa es la gran oportunidad. La historia está en que uno, dentro de sí, tiene un universo infinito. Las opiniones, los gustos personales y las habilidades son sólo la punta del iceberg.
Hay mucho más. La ilusión de creer que se puede vivir para algo más nos impulsa a la búsqueda de opciones. La solidaridad que parece que ha creado esta pandemia acota esas opciones, poniendo el foco en el otro. La creatividad y la imaginación son las que nos hacen saltar de una posibilidad a otra, soñando fuerte. Los recuerdos y aprendizajes nos hacen estudiar cada una con detenimiento… y finalmente, el deseo es lo que nos hace elegir. Pasado, presente y futuro dejan su huella en nuestro interior a través de recuerdos, vivencias y sueños.
Entre medias, acechando, encontramos las dudas y miedos, que, a veces, paralizan y otras, nos enderezan. Llegar a aprender a distinguir la parálisis por miedo de la cautela requiere tiempo… más que lo que dura una cuarentena, el Adviento o la Cuaresma. Casi más que una vida entera donde uno trata de escucharse.
Escucharse… y escucharle. Redescubrir el centro, ese núcleo de fuego que da vida a todo lo demás, a todo lo que somos y a todo nuestro universo. Ese fuego que es Dios y que ahogamos con el ritmo frenético de la vida. Unas ascuas que, cuando paramos a coger un poco de aire, aprovechan para encenderse de nuevo, colarse en nuestro universo, abrasar los miedos y avivar la esperanza.
Creo que este tiempo se nos ha dado la gran oportunidad de coger esa bocanada de aire… y tratar de volver a vivir de verdad.
Ana Rueda Legorburo
Pastoral sj