Leer, un arte difícil

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El lector altruista.

Es justo admirar su atenta preocupación -que nunca decae- por el progreso espiritual de los demás. Piensa primero en los demás. ¿Les señala sus defectos, sus fallos o sus errores? Inmediatamente ve a aquellos a quienes esta lectura podría iluminar. Antes de pensar en examinar su propia conciencia, examina concienzudamente la de su esposa y amigos. A veces incluso lleva tan lejos el olvido de sí mismo que pierde de vista sus propios intereses espirituales. – Sin embargo, ¡el desinterés tiene sus límites!
Me contaron que uno de nuestros lectores se había reunido con su mujer en la cocina, apresurado por leerle un boceto de la revista: “¿No te parece natural? ¡Es igual que nuestro amigo X! De hecho, ¡no era X, sino él mismo quien había inspirado el sketch sin saberlo!

El lector despellejado.

No seas tan duro con él. Póngase en su lugar -iba a decir póngase en su piel: el menor roce, el menor aliento, la menor alusión le produce escalofríos. Sorpréndase de que esté siempre a la defensiva, agresivo por miedo a ser atacado, pensando siempre que es el blanco, llorando ofensas personales cuando, por supuesto, ¡nadie había pensado en él!

Como la suegra que se indignó tanto cuando un redactor de L’Anneau d’Or sugirió a las parejas jóvenes que pusieran unos 800 km de distancia entre ellos y sus suegros, o incluso el mar, si dichos suegros tenían coche. Recuerdo también a esta joven diciéndome que se daba de baja “a pesar de su admirable apego a la revista”, a raíz de los artículos verdaderamente imperdonables sobre los empleados: “Siempre he observado en mi entorno -escribía- que se les trata admirablemente bien, mientras que muy a menudo no son dignos del interés que nos tomamos por ellos”.

Un género literario en particular le resultaba intolerable al écorché: el sketch. Es un género odioso -decía-; es una sátira, un panfleto; no encajan en su revista, por lo demás tan exquisitamente ingeniosa.
Admita, sin embargo, que no abusamos de ellos; ocupan un lugar muy modesto en cada número. Además, no pienso defender todos nuestros sketches; ha habido algunos que no eran muy convincentes, otros que eran agrios, lo admito de buen grado. Pero no renunciaríamos de buen grado a este género literario: el propio Cristo no lo desdeñó (Recuerden al deudor insolvente, al rico malo y a Lázaro…). ¿No tienen estos breves e incisivos textos el mérito de inquietar útilmente a quienes se sienten demasiado fácilmente seguros de su propia justicia? Sé que han sacado a más de un lector de su cómoda autocomplacencia.

El lector miope.

No es fácil hacer una valoración justa de un gran cuadro de Rubens cuando, sin poder apartarse, uno se ve obligado a observar cada detalle con lupa. Del mismo modo, es del todo imposible formarse una idea exacta de la doctrina del Anillo de Oro si aislamos la frase de su contexto, el artículo del Cuaderno, el Cuaderno de la colección completa.

Habiendo escrito recientemente que la vida carnal es a veces un peligro para la vida espiritual, recibí una carta desconcertada: “¿Hay que volver a las posiciones maniqueas y jansenistas? Por supuesto que no. Pero tampoco debemos olvidar la ambigüedad fundamental de toda criatura, y por tanto la del cuerpo humano; la grandeza del cuerpo, la miseria del cuerpo, la redención del cuerpo, estas tres proposiciones no son contradictorias, sino complementarias. Cada una es verdadera, pero la verdad total sólo se expresa correctamente por su síntesis.

El lector con el arco y la flecha. (No confundir con uno de esos amantes alados, regordetes y traviesos… Cupido).

Lee la revista con más atención que imparcialidad. Y disparando a diestro y siniestro, por delante o por detrás, no pierde ocasión de apuntar al Anillo de Oro. Le reprocha celebrar demasiado la grandeza del amor conyugal: “Convierte los hogares en cajitas de cristal donde los cónyuges, prisioneros, olvidan el gran mundo en pena”.

Me encantaría enumerar para él los numerosos artículos que, en los últimos cinco años, han alertado a nuestros lectores sobre su misión en la Iglesia y en la sociedad. Y todos los testimonios que demuestran que un gran amor ensancha el corazón hasta las dimensiones del mundo. Pero, ¿está dispuesto a dejarse convencer?

Oyéndole hablar, se diría que el amor conyugal es sinónimo de egoísmo. Por supuesto, el egoísmo es una tentación amenazadora contra la que los cónyuges deben protegerse. Pero como esta tentación está ahí, acechándoles, ¿vamos a recomendar a los esposos que no se amen demasiado?

El lector con la lupa.

Para él, la lectura de la revista es peligrosa. La abre con prisa por encontrar justificación a su forma de pensar y actuar, por descubrir nuevas razones para valorarse. Y entonces tropieza con verdades incómodas, despectivas. De ahí la necesidad de dominar el arte de manejar el tamiz, para eliminarlas discretamente. Cuando se le pregunta por la necesidad de hacer sitio a la penitencia en el hogar, replica: “¿Es Cristo el enemigo de la alegría familiar, el que se sentó en el banquete de Caná?

La paz, la alegría y la espada es lo que Cristo trae al mundo, se le recuerda. – Un momento, por favor… el truco está hecho: la espada está escondida.

¿El Anillo de Oro publicó el testimonio: Yo soy un Dios celoso? Sus reacciones no se hicieron esperar: “¿Por qué ese cambio de opinión? ¿Ha perdido la fe en el amor humano?

Evidentemente, un Dios que no sólo quiere ser amado, sino que pretende ser el primero en amar y el primero en servir, ¡es inquietante! ¡Era tan cómodo contratarlo para servir a los amores, proyectos y comodidades humanas! El Anillo de Oro ya había reiterado de mil maneras que el amor humano debe estar al servicio del amor divino, y no al revés; pero esta vez, no pasa… por el tamiz, quiero decir.

Moraleja: Leer, leer bien: un arte difícil, que requiere aún más cualidades del alma que aptitudes intelectuales.

Henri Caffarel.