Cada vez que prendemos el ordenador, un mapa de bits traza nuestro retrato robot, que la moderna autopista de la información traslada a las corporaciones para que puedan tenernos en su órbita de consumo.

La computadora nos conoce como si nos hubiera parido: sabe lo que queremos leer y adónde viajaremos este verano, qué película vimos el miércoles y qué producto de limpieza preferimos usar en el cuarto de baño…

Víctimas y piratas hemos suscrito un pacto por el que cedemos el derecho de imagen de nuestras almas a cambio de un reconocimiento, y ya es tarde para echarnos atrás. El cautiverio, amigo Sancho, es el mayor mal que puede venir a los hombres, pero no lo es cuando hemos sido inoculados con el síndrome de Estocolmo!

¡Vivan las cámaras de vigilancia que nos ensimisman en la ilusión de una seguridad tanta veces puesta en entredicho!

Albero de Frutos:
¿Vivan las caenas?
El Ciervo, 767