La vocación del amor

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Atrevámonos, pues, a empezar por un elogio del amor. Es un deber. Los sacerdotes de Dios estamos aquí para reivindicar todo cuanto pertenece al Señor. Pues el amor es suyo, viene de Él. Seriamos culpables de prevaricación si permitiéramos arrancar la aureola esa cosa divina.

Las infamias de los hombres, los envilecimientos a que han sido llevados por el espiritu impuro, la misma concupiscencia, no pueden cambiar la esencia de las cosas. El amor viene de Dios. P. Mersch, S. I.

La palabra amor designa sentimientos variados, a veces opuestos.

En estas páginas se hablará de este amor que impulsa al hombre y a la mujer el uno hacia el otro para unirles, pero que es también multiforme. Es a la vez anhelo en cada uno de los que se aman y su vínculo viviente. En unos es un don generoso; en otros, una pasión ávida y devoradora.

Se halla en el matrimonio y también fuera del matrimonio. Hablando de este amor, puede ponerse de relieve sobre todo la consagración mutua de dos corazones o tener más en cuenta su aspecto carnal. Para algunos, el concepto de amor ha de buscarse en la pertenencia a su cónyuge y en la fidelidad a la fe jurada; para otros, se halla en un fervor sensible, que cuando desaparece, lleva consigo la muerte del amor. El amor puede ser sobrenatural o natural según proceda de un impulso de la gracia o de una simple inclinación del corazón, según sea su término la gloria de Dios por la expansión humana y sobrenatural de los cónyuges, o según la felicidad natural de los mismos.

Nuestro propósito es hablar solamente del amor conyugal cristiano, tal como se le encuentra a menudo – no siempre, por desgracia- en los hogares fundados sobre el Sacramento del Matrimonio. Es una donación generosa y recíproca, más que un fervor compartido; es el compromiso de dos personas que se entregan la una a la otra totalmente, exclusivamente, definitivamente. Es un anhelo que surgiendo de lo más profundo del alma, traspasa el ser haciéndolo vibrar en su totalidad, y alcanza a otro corazón a través de su envoltura de carne; pero este vibrante fervor no es siempre igual a si mismo; puede conocer horas de descenso sin que, sin embargo, el amor sufra menoscabo. Pues hay un fervor de la voluntad en el cual consiste esencialmente el amor: melodía muy pura que no requiere necesariamente la compañía del fervor sensible, aunque este último le da a menudo un soporte y un útil medio de expresión.

El amor cristiano es auténticamente humano; y es al mismo tiempo sobrenatural: la Caridad, este amor que desciende del corazón de Dios, y trabaja en su interior como una savia potente que le hace dar frutos de santidad.

Después de evocar la creación del amor y el pecado original que lo hirió, meditaremos sobre la salvación que Cristo le ha ofrecido: el amor conyugal viene de Dios y va a Dios; no solamente es causa de felicidad, sino también fuente de gracia, si los esposos conceden a la obra de Dios una colaboración generosa y aceptan de todo corazón las cruces inevitables. Al término de este estudio, la vocación del amor cristiano aparecerá con toda claridad el amor cristiano debe alabar a Dios, hablar de su amor a los hombres y colaborar con la paternidad divina al crecimiento de la familia del Señor.

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La importancia y la dignidad del amor se nos hacen evidentes cuando se considera el lugar que ocupa en la creación. Cronológicamente es la última de las obras divinas, después de la cual Dios descansó. Y si se admite que los seis “días” de la Creación representan inmensos periodos, la novedad y la importancia del amor adquieren a nuestros ojos un valor mayor todavía.

En el curso del largo sucederse de los milenios, se habían producido acontecimientos sorprendentes. Un día, después de las interminables fases de la formación de la Tierra, surgió la vida, muy reciente y modesta – en forma de un humilde liquen, quizá –, acontecimiento infinitamente más importante que la formación de las cadenas de montañas o que el hundimiento de continentes: se había reservado para la vida el más maravilloso de los destinos.

Luego aparecieron los animales, servidores sin dueño, en espera de aquel que había de gobernarles.

Finalmente fue creado el hombre, y su joven resplandor era más radiante que la luz de la aurora. En esta inmensa creación, todo es para él, y él es para Dios. Cada criatura es un peldaño que le permitirá elevarse hasta el Creador.

Sin embargo, la obra divina no estaba terminada todavía. Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo”,  y a todos sus dones añadió el mejor: en la  tarde del último día, en medio de una naturaleza respetuosa y atenta, Dios crea a la mujer y la une al hombre. Y su amor deslumbrante de pureza hizo resonar un cántico totalmente nuevo, desconocido de la tierra. “Y Dios descansó el séptimo día, de toda la obra que había hecho.”

Las criaturas que habían precedido al amor lo preparaban. Todas van a parar a él, como el árbol a sus frutos. En él, todas las bellezas del universo se reúnen, y por él, son superadas. En la creación todo se sostiene; la más modesta criatura es necesaria a todas las demás; la más humilde hace posible la más gloriosa y participa también de su dignidad. La gloria del amor es también la gloria de toda la creación. Sin embargo, la unión del hombre con la mujer no es el fin último de la obra divina. Al instituir el Matrimonio, Dios piensa en los esponsales de Cristo con la Iglesia.

Y pide al Matrimonio no sólo que prefigure esta unión que se perfila en el horizonte de los siglos venideros, sino también que la prepare obedeciendo al mandamiento de crecer y multiplicarse. Era esta vocación sobrenatural la que ponía una luz misteriosa en frente del joven amor; en él, a la arrogancia de su alta nobleza, añadía la humildad del buen obrero que se siente minúsculo ante la grandiosidad de la obra a cumplir.

Un viejo proverbio nos enseña que la corrupción de la mejor de las criaturas la convierte en la peor de las cosas. La historia del amor humano lo confirma plenamente, Se le habían reservado los más altos destinos; se hundió a menudo en los peores fracasos. La explicación no la busquemos fuera del pecado original; éste no fue sólo una falta individual, sino también el pecado de la pareja; por la ruptura de la alianza entre Dios y la primera pareja, el amor que unía al primer hombre y a la primera mujer pierde su pureza original; hay algo que lo corroe desde dentro; una ley de gravedad lo inclina hacia la tierra; el desgaste y el envejecimiento lo amenazan de continuo.

Una vez corrompido, se vuelve corruptor; Dios lo había hecho una fuente de alegría, de paz, de vida, de santidad; el pecado lo hace una causa de sufrimiento, de drama, de crimen, de muerte. El rio de vida que había de fecundar se convierte en torrente devastador.

La primera misión del amor era unir. El amor pecador se vuelve obra de desunión: separa al hombre de Dios, le hace faltar a sus fidelidades; habiéndole reducido a servidumbre, lo aparta de sus deberes, le segrega de sus semejantes, introduce en lo más íntimo de su ser un fermento de división que dispone a la carne contra el espíritu, corrompiéndolos a ambos.

Y sin embargo, aunque privado de su esplendor original, el amor no perdió toda su bondad y prestigio; no puede ocultar la promesa que está encargado de llevar al mundo, completamente y este signo con que lo marcó Dios no puede ser obliterado.

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¿Qué le hubiese ocurrido al amor humano si Jesucristo no le hubiera traído la salvación? Como aquellos enfermos, aquellos paralíticos, aquellos posesos que había en las puertas de las ciudades de Palestina, esperaba un Salvador. El Salvador pasó, redimió el amor, lo curó mediante la institución del Sacramento del Matrimonio, lo reconcilió con Dios.

De ahora en adelante el amor será suficientemente fuerte para resistir a los enemigos de dentro y a los de fuera.

Desgraciados de los amores presuntuosos que rehúsan al Salvador. Felices los que en Él tienen puesta una confianza humilde: “El amor no triunfará si no se arrodilla ante la gracia, y suplica ser revestido por ella y nutrido y fortificado para la gloria de Dios”, escribía Mireille Dupouey, evocando el día de su matrimonio.

Después de haber curado al amor, la gracia, trabajadora infatigable, lo recrea sin cesar, renueva cotidianamente su juventud, y utiliza con habilidad suprema las alegrías y las penas, los esfuerzos y aun las mismas faltas, para hacerlo más alegre y más fuerte. La comunidad conyugal es sólida, porque la gracia es un poderoso artífice de unión. Esta unión, la gracia la crea, la repara, la consolida día tras día. Para rendirle homenaje, Jacques Reviere, después de una crisis dolorosa, encontró estas palabras penetrantes: “Si, el sacramento está en nosotros; lo recibimos sin saberlo aún, pero con la disposición de alma necesaria; por ésta “ha prendido” en nosotros; y ahora nos recompensa de aquella vaga, minúscula confianza que tuvimos en él, y nos devuelve nuestro amor liberado, multiplicado, fundado sobre lo eterno.”

La fuente de esta gracia es el Sacramento del Matrimonio. Y este sacramento, como todos los demás, es el fruto de la Cruz. <Yo vertí aquella gota de sangre por ti.> La frase que Pascal pone en labios de Jesucristo se refiere también al amor humano. ¿Por qué, pues, hay tan pocos cristianos casados que piensen en dar gracias al Señor por tan maravilloso don?

Se podría objetar que mucho antes de la venida de Jesucristo ya se ofrecieron a la humanidad grandes ejemplos de amor conyugal, cuyo recuerdo han conservado la literatura profana y la Biblia. Esto no constituye ninguna dificultad para el cristiano; él sabe ya muy bien que la fuente que brotaba del Calvario fluyó por las dos vertientes de la montaña: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Era ya la gracia de Cristo la que resplandecía en el hogar de Tobías, lo mismo que en el de los patriarcas. La misma que, en nuestros días, guarda, a veces a pesar suyo, el amor de los hogares de buena voluntad.

Fortalecidos por esta certidumbre, ¿cómo no iban a ser los esposos cristianos inalterablemente optimistas? Las dificultades las tentaciones no pueden atemorizarles ni respecto a su amor ni respecto a su porvenir. Saben que dudar del amor equivaldría a dudar de la gracia. No puede faltarles la esperanza a quienes saben que Jesucristo dio su vida por amor del amor

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La fuente del amor cristiano no se halla en el corazón del hombre. Está en Dios. A los esposos que quieren amar, que quieren aprender a amar cada vez más, este buen consejo les basta: buscad e Dios, amad a Dios, estad unidos con Dios, entréguenselo todo.

Quien se separa de Dios, ciertamente no pierde la facultad de amar, pero abandona lo mejor de su amor. Por el contrario, éste crece en la medida que aumenta el amor a Dios. Tanto en calidad humana como en calidad de eternidad, la unión conyugal vale tanto más cuanto mayor es la unión de los esposos con Dios. Cuanto más se abren al Dios del amor, más valioso es entre ellos el intercambio de amor. Ante ellos se abren perspectivas infinitas; su amor jamás dejará de aumentar, puesto que siempre pueden abrirse más y más al don de Dios. Si quieren que su amor sea una llama viva, cada vez más alta, no han de hacer más que amar cada vez más a Dios.  No es que un mayor amor a Dios lleve necesariamente consigo un mayor amor conyugal, sino que obtiene una gracia más abundante que da al cristiano más facilidad y más fuerza para cumplir con sus deberes, de los cuales uno de los primeros es el amor conyugal.

Mediante la oración y los sacramentos los esposos beben en los manantiales de la gracia divina. La penitencia mantiene la transparencia del corazón de los esposos, y este germen de fuego que la Eucaristía deposita en cada uno ilumina y caldea la vida conyugal. ¡Qué magnífico sentido cobran entonces la confesión antes del matrimonio y la comunión durante la misa que le sigue, si se consideran desde este punto de vista!

La decadencia de tantos amores se explica por el olvido de este principio fundamental, según el cual alejarse de Dios y pecar contra Él es pecar contra el amor y separarse de la fuente del amor. Privarse de Dios es privar al cónyuge de su alimento cotidiano: el amor. Quien pretende apreciar el amor despreciando al Amor, miente.

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Dios es el origen del amor, pero además es también su término. El amor viene de Dios y va a Dios; Dios es el alfa y el omega del amor.

El error estriba en hacer del amor un absoluto, el fin último, un dios. Sin duda los hombres no cometerían este error si el amor no les evocara tan claramente otro amor, este Amor de que está sediento el corazón humano.

“Si su voz no fuese tan conmovedora,
si no nos evocaran tan claramente otra cosa;
Las criaturas no serían un problema para nosotros,
y estaríamos en paz con la rosa” (CLAUDEL).

Si el amor natural no fuese como una pregustación de ese otro Amor, los hombres no pondrían en él tantas de esperanzas ni le reprocharían tan amargamente que les decepcionara.

Estaríamos en paz con el amor si no brillara en él el fuego del amor de Dios; el amor humano tiene por misión invitarnos a buscar el amor de Dios; hemos de buscarlo pasando por el amor humano, pero sin detenernos en él; pues si éste hace a la humanidad una prestigiosa promesa, se la hace de parte de otro, y únicamente este Otro puede cumplirla. El amor no es más que un mensajero; Dios es su señor.

Yo soy la promesa que no puede ser cumplida, y mi gracia consiste en eso mismo”: el amor podría aplicarse a sí mismo esta confidencia de Lala en La Ville de Claudel.

Sin embargo, el amor humano no es “la gran estafa”; no es él quien engaña, son los hombres quienes se equivocan con él. Si hemos de hablar de trampas, no es el amor quien las hace, sino aquellos que lo convierten en un dios todopoderoso, capaz de saciar el corazón humano.

Ésta es la gran mentira. Erróneamente, el corazón humano lo pide todo al amor, y el amor le decepciona. ¿Cómo podría ser de otro modo? La criatura no puede colmar un corazón que es suficientemente grande para recibir al Creador. Esta decepción a menudo hace perder la fe en el amor, y esta incredulidad es tan grave como aquella idolatría de la cual no es más que el fruto podrido. Después de haberlo esperado todo del amor, el corazón humano no espera ya de él aquello que realmente está encargado de procurarle: un camino para llegar a Dios. Esto es lo que se le debía pedir desde el principio. Es un medio y no un fin; pero un medio poderoso.

En efecto, para el corazón humano el amor es la gran suerte. Lo arranca de sí mismo, como de la injusta presa de las criaturas. Lo hace disponible, libre, abierto. La visita del amor es una hora de gracia. A esta fuerza que nos incita a salir de nosotros mismos, ¿por qué no seguirla? ¿por qué no confiar en ella? Seguirla más allá del amor, hasta llegar al autor del amor.

En los amores dichosos, los esposos no tardan en encontrar a aquel que habita en el centro de su unión. Uno de ellos escribía: “Cada vez veo más claro que el verdadero matrimonio es el del alma con su Dios”. En los amores desgraciados, el sufrimiento ocupa en el corazón el lugar que Dios reclamará para sí, si el corazón doliente no cede a la tentación de la desesperación ni a la que es más grave todavía de denegar el anhelo de amor y de infinito a lo más profundo de su ser. En los hogares que sufren es, pues, igualmente cierto decir que el amor conduce a Dios.

Todo a lo largo de la vida del hogar, un amor viviente nunca deja de ser un camino para ir  a Dios, pues es la gran escuela de la donación y del desprendimiento.

El amor es un medio, pero es más que eso. Un medio se abandona cuando el fin se alcanzó, como se olvida en la playa la barca ya inservible, Los esposos deben llevar a Dios este amor que los condujo hacia Él. El amor colabora en la salvación de los esposos; cotidianamente, los esposos han de trabajar por la salvación de su amor. Pero poco a poco se opera un cambio. Mientras que al principio seguían el camino del amor para ir hacia Dios, llega un día en que parece más verdadero decir que pasan por Dios para ir hacia el amor. O, más bien, su amor está en Dios, y ya no tienen necesidad de dejar el uno para ir al otro.

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Decimos que Dios se halla ya presente en el corazón del simple amor natural, y los que allí lo buscan, allí lo encuentran. Pero en los hogares cristianos fundamentados en el Sacramento del Matrimonio, su presencia es infinitamente más real y más eficiente.

Hablando con propiedad, no es el amor el que se hace sacramento, sino el contrato y la unión que de él se deriva; pero el amor, inspirador de este contrato y alma viviente de esta unión, participa del sacramento; de él puede decirse que no solamente es santificado, sino también santificante.

Desde hace siglos, los hombres piden al amor la dulzura y la alegría de vivir; se lo piden todo, y no obstante aún esperan poco de él. Jesucristo legó, y ahora el amor es capaz de transmitir a los hombres la vida divina. El amor, causa de alegría, se convirtió en fuente de gracia. Los hombres se lo piden todo y él les da más que todo, ya que da la causa de todo: Dios.

Y si es una gran verdad que los cristianos casados han de recurrir frecuentemente a los sacramentos, y sobre todo a la Eucaristía, el mayor de todos, no por esto es menos de lamentar que ignoren tan a menudo que pueden también hallar la gracia en su amor, en su hogar, donde brilla la llama inextinguible del sacramento. En su hogar, en lo más profundo de su unión, Jesucristo les espera para darse a ellos. El papa Pio XI, para hacernos comprender este misterio, nos invita a comparar el Sacramento del Matrimonio al Sacramento de la Eucaristía. Para ellos cita las palabras del cardenal Bellarmin: “El Sacramento del Matrimonio puede concebirse bajo dos aspectos: el primero, cuando se administra; el segundo, mientras dura después de haber sido efectuado. Es, en efecto, un sacramento parecido a la Eucaristía, que es un sacramento no solamente en el momento en que se administra, sino también mientras permanece, pues mientras dure la vida de los esposos, su sociedad será siempre el sacramento de Jesucristo y de la Iglesia.” (Encíclica Casti Cornubii.)

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Jesucristo ha hecho mucho en bien del amor, pero exige le los esposos que no permanezcan ociosos. El amor, maravillosamente salvado y llamado a los más altos destinos, sigue siendo permanece vulnerable y en peligro. No son gracias de inmunidad las que Jesucristo le ha concedido, sino gracias de trabajo y de combare que le aseguren la fuerza suficiente para superar las tentaciones (el hábito no es la menos temible) y para triunfar de los enemigos exteriores e interiores. El amor que rechaza el trabajo y el combate es un amor vencido de antemano. Para el amor sólo hay una paz, la paz armada. “El amor nunca es un descanso” (Mauriac).

El adversario más peligroso del amor es el amor propio. A veces se oye decir a hombres y mujeres casados: “Esperaba mucho del amor; me ha decepcionado.”  A menudo la verdad es que son ellos quienes han decepcionado al amor: al amor que esperaba mucho de ellos. El amor

es altivo; no concede ni su alegría ni Su gracia a los corazones egoístas. Reclamar sus riquezas cuando no se quiere hacer ningún gasto por él, es insultar a su dignidad. Quienes llegan a él solamente con peticiones, son rechazados; quienes lo dan todo, lo reciben todo.

<Quien quiera salvar su vida, la perderá; quien consienta en perderla, la salvará.> Esta enseñanza de Jesucristo que formula la gran ley de la vida, vale también para el amor. Pero en la vida conyugal toma a veces un sentido trágico; en donde dos seres son solidarios, el egoísmo de uno solo basta para comprometer la obra común.

Recordemos que Jesucristo vino a salvar el amor, pero que no lo salva contra la voluntad del amor, ni en su ausencia. Jesucristo exige del amor que éste consienta en ser salvado, y que contribuya a esta obra con una inteligencia despierta y con incansable perseverancia.

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Un gran amor exige una gran labor: no es obra de un día ni empresa fácil. Sin duda conocerá también dolores; algunos vendrán por su culpa, otros serán las pruebas inherentes a toda vida humana. Debe aceptarlos. Ellos le purificarán y le ayudarán a vencer estos gérmenes de pecado y de muerte tan temidos. El amor es protegido por la cruz como las casas de los hebreos en Egipto lo fueron por la sangre del cordero pascual sobre su puerta, ante la cual el ángel exterminador pasó de largo.

Además de una protección, la cruz ofrece también al amor la posibilidad de superarse y de alcanzar una nueva grandeza. Constituye para él la prueba, la piedra de toque. La cruz le obliga a demostrar su valor. Con ella, o se superará y alcanzará esta nueva nobleza que se le propone, o bien la desdeñará y se convertirá en el esclavo más o menos envilecido del egoísmo y de la sensualidad.

Ciertamente, hay en la vida del hogar horas radiantes – las hubo en la vida de Cristo -, pero la ilusión de una felicidad fácil y sin eclipses es mortal para el amor. Esta ilusión es la responsable de muchos fracasos que presenciamos como testigos impotentes. Fracasan infaliblemente

quienes entran en el matrimonio sin comprender que no hay dicha si no se establece en la mortificación de todo este egoísmo del goce introducido por el pecado en el corazón humano. Porque han rechazado la cruz, les será negado el acceso a las mejores dichas del amor.

Mientras los que no aman verdaderamente se rebelan ante los brazos tendidos de la cruz, los demás ven en ella la gran oportunidad ofrecida a su amor para afirmarse y aumentar. Es muy fácil amar cuando se obtiene del amor un provecho inmediato; pero amar cuando es preciso sacrificarse por la dicha del’ otro, es magnífico. Esta grandeza del amor era desconocida antes del pecado. En un camino sin obstáculos, el amor no tenía necesidad de superarse. El pecado, al ser causa de sufrimiento, le dio esta ocasión; mejor aún, dio al amor un arma para vencer al pecado. Siguiendo el ejemplo de Jesucristo, para expiar el pecado, que es negación de amor, el amor humano se servirá del sufrimiento, hijo del pecado, y conquistará la gloria del sacrificio.

La familia cristiana ama la cruz.

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¿Cuál es la vocación del amor cristiano?

Como toda criatura, está invitado a cantar la gloria de Dios, para la cual ha sido creado: <Benedicite omnia opera Domini Domino.> Éste es un primer aspecto de su vocación. Pero que nadie se equivoque respecto esta obligación. No se trata solamente de reservar, en el hogar cristiano, un tiempo consagrado a la oración. Dios no pide <su parte>; lo pide <todo>. Es preciso que toda la vida del amor sea una alabanza.

Cabe pensar que entre las alabanzas de la tierra, el Señor se complace especialmente en la que el amor cristiano le ofrece; como el artista, entre sus obras, considera con predilección aquellas en que han expresado lo mejor de sí mismo, en las que se siente más identificado. Los esposos deseosos de alabar a Dios, deben, pues, hacer de su amor una obra bella y radiante.

A decir verdad, los esponsales de Dios con un alma, la virginidad consagrada, constituyen una alabanza más preciosa a los ojos del Señor, pero precisamente una de las glorias de los esponsales humanos es la de procurar la inteligencia entre Dios y un alma virgen, y la de hacer posible la existencia de las mismas. Coventry Patmore lo expresó en una frase inolvidable: “La vida conyugal que no traiciona el honor que reside en el corazón del amor, son fuentes de virginidad.”

¡Cuántos hogares ofenden a este Dios a quien deberían alabar! Es el gran escándalo. Pero hay hogares cristianos, cada día más numerosos, que lo han comprendido, para compensarlo y repararlo, se esfuerzan en vivir su amor en todo su esplendor humano y sobrenatural.

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El amor, que es una alabanza a Dios, ha de ser también un mensaje de Dios. La obra da testimonio del talento del artista; un coral, por ejemplo, nos da acceso a la vida profunda de Juan Sebastián Bach. Así las criaturas nos hablan del Creador y nos revelan sus pensamientos y sus perfecciones. Los cielos estrellados nos dicen de su ciencia, el océano nos manifiesta su poder, la clara mirada de un niño nos deja entrever su pureza, pero el amor nos hace una confidencia mucho más profunda, infinitamente más enriquecedora para el corazón humano: nos enseña el amor que hay en el corazón de Dios.

Un gran amor humano prueba que el amor existe sobre la tierra – y ésta es una noticia singularmente importante para tantos de nuestros contemporáneos que han perdido su fe en el amor -, pero sobre todo nos ofrece una imagen auténtica del hogar divino, de este amor del Padre

y del Hijo en la unidad del Espíritu Santo: proclama que “Dios es amor”. El amor humano es la referencia que nos ayuda a comprender el amor divino. Por su poder de convertir dos seres en uno solo, salvaguardando al mismo tiempo la personalidad de cada uno, el amor nos permite adquirir el conocimiento de la unión misteriosa de Cristo con la humanidad, el matrimonio espiritual del alma con su Dios.

Éste es, pues, el mensaje de Dios que el amor conyugal está encargado de transmitir a los hombres. Y su importancia nos permite medir la estimación y la confianza que Dios le concede.

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El deseo que Dios tiene de compartir su felicidad y su vida con numerosos hijos en la ardiente intimidad del hogar trinitario, ¿no se nos hace más comprensible cuando hallamos un deseo semejante en los hogares humanos?

Pero no se trata tan sólo de comprender el deseo profundo del corazón de Dios; se trata de acogerlo. Porque el Creador ha hecho del amor el insustituible colaborador de su paternidad. Por amor del amor, Dios se ha atado las manos: no tendrá más posteridad que la que le dé la unión del hombre y la mujer.

Y cuando hay corazones estrechos y avaros que se hacen sordos a su plegaria, el Padre de gran corazón no puede expresar su ternura. Pero cuando el amor abre un ancho camino al Amor, Dios tiene numerosos hijos en los que poner sus complacencias.

Esposos, reconozcan un latido del Corazón de Dios en este deseo del hijo que hay en lo más íntimo de su amor.

Dios ha puesto en ustedes su confianza; tengan confianza en Él. Quien ha prometido no dejar sin recompensa eI vaso de agua ofrecido a un vagabundo, ¿se abstendrá de conceder abundantes bendiciones a los hogares que le conceden hijos?

Esto no es un discurso que pueda dignamente hacer el elogio de vuestro amor; es vuestra vida, esposos cristianos que están comprometidos en la magnífica aventura. Se los mira, se los escucha.  No rehúyan vuestra misión.

Tienen un testimonio que ofrecer. La palabra de Jesucristo se dirige también a vuestro amor: tú serás mi testigo.

Henri Caffarel.