El niño se empeñó en subir al autobús. Lloraba y pataleaba y gritaba. ¡Autobús! ¡Autobús! Andaba por la calle con sus padres, en aquel momento pasaban por delante de una parada de autobús, y entonces justamente llegaba el autobús, se paró junto a la acera y abrió sus puertas. El niño se lanzó hacia él, y su madre tuvo que usar toda su fuerza y su cariño para no dejarle subir. ¡Autobús! ¡Autobús!
– No, hijo, que ahora no vamos en autobús.
– Vamos a casa que está aquí al lado.
– El autobús va muy lejos.
– Además cuesta dinero.
– Otro día iremos.
– Hala, que van a cerrar la puerta.
Mientras el papá y la mamá le argüían por turno, y el niño protestaba y tiraba de la mano de su madre con todas sus fuerzas, yo me puse a pensar. Llegará un día, querido niño, en que no te gustará montar en el autobús, y sin embargo tendrás que hacerlo.
Tendrás que hacer cola, aguantar la lluvia, esperar a que venga tu autobús mientras pasan todos los otros, maldecir a todo el gremio de transportes públicos, subirte como puedas cuando llegue el tuyo pues va lleno a reventar, agarrarte a las barras para no caerte mientras arranca de sopetón, cuidar de que no te roben la cartera del bolsillo, abrirte paso a codazos hasta la puerta y salir donde aún tienes que andar un buen trecho porque el autobús no te deja a la puerta de tu casa.
Pero seguí pensando. Tenía razón el niño, al fin y al cabo. Si tomo el autobús como un juguete, me divierto con él. Si lo tomo en serio, sufro. La próxima vez que me toque, voy a subirme como un niño.
P. Carlos G. Vallés, s.j.