A veces parece una solución el ir por el mundo con una venda puesta en los ojos para no tener que mirar realidades que hacen sangrar. Después de todo, ¿para qué sufrir por algo que no puedes cambiar? ¿Para qué estremecerse con historias condenadas al fracaso más absoluto? ¿Qué sentido tendría? ¿No es más razonable centrarse en lo posible, lo cercano y lo concreto?
El problema es que hay muchos crucificados en nuestro mundo. ¿Y qué será de ellos si el mundo mira para otro lado? ¿Qué será de ellos si cerramos los ojos, el corazón y las entrañas para no estremecernos al menos con su vida? ¿Qué será de ellos si alguien no se siente urgido a buscar respuestas, justicia, libertad?
Sin embargo, no es fácil escapar de la indiferencia, y se llega a ella por diversos caminos.
Los motivos de la indiferencia
No deja de ser un mecanismo de protección.
Está claro que la mayoría de nosotros, si estuviese en nuestra mano transformar la realidad, lo haríamos. Pero no lo está. Así que ¿para qué agobiarnos o entristecernos con dramas ajenos? ¿En nombre de qué masoquismo?
¿No es lógico cerrar los ojos, aislarnos en una burbuja que nos ahorre los gritos y las miserias?
También es consecuencia de la saturación. Tal vez la indiferencia llega por exceso. Estamos tan acostumbrados a ver tragedias, heridas, problemas, que, ¿Cómo sentirse afectado una y otra vez por lo que nos llega? ¿Cómo separar lo real de lo mediático, las cifras de los nombres? ¿Cómo acercar lo que es lejano y a menudo llega a través de los medios?
La sobreexposición genera costumbre y, acostumbrados como estamos a ver los infiernos a distancia, dejan de sorprendernos.
De algún modo, es cuestión de prioridades. Es posible que la indiferencia sea el resultado de la forma en que vamos estableciendo prioridades en nuestra vida. No hay espacio, tiempo ni oportunidad para librar todas las batallas. Elegimos unas y no otras. Nos fijamos unas metas. Miramos en unas direcciones, y el foco deja de iluminar otras realidades que poco a poco se van haciendo invisibles. Preocupados por nuestra familia, nuestro trabajo o nuestros proyectos, va quedando poco tiempo para otras historias. En parte es inevitable. Urgidos por nuestros problemas o nuestros anhelos, es difícil dejar un espacio significativo para los otros, que se pueden ir convirtiendo en piezas de un escenario por el que pasamos sin habitarlo.
Es fruto de la masificación. En las comunidades más pequeñas, las personas se conocen, a veces también se exigen mucho más unos a otros, y por eso mismo hay ocasiones en que muchas personas prefieren huir del agobio de ese mundo controlador y a menudo chismoso. Sin embargo, el precio de la masificación es una cierta dosis de anonimato. Las personas no nos conocemos, no sabemos de nuestras respectivas historias, nos cruzamos sin saludarnos, nos vemos sin conocernos y, a menudo, hasta morimos sin enterarnos. El peligro de este mundo vertiginoso y acelerado es esa masificación que, de algún modo, termina borrándonos el rostro.
¿Dónde está el problema?
El problema está en que por ese camino corremos el riesgo de ir aislándonos. Encerrados en torres de cristal, perdemos contacto con el mundo exterior. Dejamos de valorar las cosas en su justa perspectiva. Se endurecen el corazón y las entrañas, y dejamos de percibir la complejidad de la vida y las circunstancias de los otros.
La respuesta tiene que ver con la mezcla de frustración e insensibilidad que es caldo de cultivo de estas ideologías. Con el olvido de que el otro es una persona como yo y de que estamos unidos por vínculos de humanidad antes que por etiquetas de piel, nación o riqueza.
Hay una oración que en algunas ocasiones podríamos elevar al cielo: “Señor, que me duela el mundo”. Es decir, que no permanezca indiferente, frío, ajeno a otras vidas. Que más allá de ideologías, etiquetas o conceptos abstractos, sepa mirar a los rostros, pensar en las circunstancias de las personas, comprender las implicaciones de cada decisión, de cada silencio o de cada gesto. O, dicho en el lenguaje de la liturgia católica: «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido…» (Plegaria eucarística Vb).
La sensibilidad como opción posible
No se trata de culpabilizarnos o de reprocharnos dinámicas que no son fáciles de evitar. Se trata, más bien, de animarnos, unos a otros para no sucumbir a la inercia que termina aislándonos. Se trata de intentar recordar que somos hermanos. Es posible que, muy a menudo, quizá la mayoría de las veces, ante el dolor de los demás no podamos hacer nada. Pero, al menos, es importante ser conscientes de dicho dolor y tener abierta la puerta, el corazón y la entraña para, tal vez, vislumbrar caminos que nos permitan transformar alguna historia, alguna vida, y nos ayuden a trocar alguna lágrima en risa.
Oración: Testimonio
¿Qué te puedo contar?
He visto a gente radiante
darse a manos llenas,
y gente insaciable
que sigue vacía.
Conozco a personas
que aman a otras personas,
y sus vidas cantan
mientras otros,
encadenados a su propia imagen,
viven presos de mentiras.
He escuchado la historia
del Dios de carne y hueso,
y mi corazón ardía al oírla.
Otra cháchara me ha dejado frío.
He probado el vértigo de arriesgar
y la placidez de no moverme.
Prefiero el vértigo, la vida, el riesgo.
He llorado por compasión,
he llorado por egoísmo,
y hoy elijo las lágrimas
que nacen del encuentro.
Quise ser Dios y fui nada.
Quiero ser hombre y me sé todo
para un Dios que lleva cada nombre
escrito en su entraña.
José María R. Olaizola.