En la oración, todos cometemos el error de Cantaclaro que creía que por su canto hacía levantar al sol. Se imaginaba que el sol se despertaba con su voz y que si, por desgracia, algún día Cantaclaro se olvidaba de cantar, ¡el sol no se levantaría! La realidad es más hermosa de lo que Cantaclaro suponía. Es el sol el que, al primer rayo del alba, despierta a Cantaclaro.
En la oración, nosotros también nos creemos los encargados de despertar a un Dios adormecido, de conmover a un Dios indiferente, de llamar a un Dios lejano.
¡Qué imagen tan triste nos hacemos de Dios!
La oración es un don de Dios, una acción de Dios en nosotros.
Orar es entregarse a la influencia del Espíritu Santo, calmarse, recogerse para dejar manar, filtrar, brotar lo que hay de más profundo en nosotros, para hacerse dócil a otro que ora en nosotros.
Orar es dar el consentimiento a alguien mayor que uno, es dejar de despertarse en nosotros, permitir desbordar en nosotros el gozo, el amor del Hijo por su Padre.
Sólo hay una oración que el Padre ama, sólo hay una oración que el padre escucha maravillado, con alegría y complacencia infinitas: es el murmullo incesante de amor, de deseo, de reverencia, de admiración, de respeto, de acción de gracias que brota del corazón del Hijo hacia el Padre. Toda oración verdadera es unión a esta oración.
Orar es dejar subir de nuestro corazón hasta nuestros labios el amor del Hijo por el Padre: el Espíritu.
Louis Evely.