La fuente del amor cristiano no está en el corazón del hombre. Está en Dios. Solo hay un buen consejo para los esposos que quieren amarse, que quieren amarse más y más: buscar a Dios, amar a Dios, estar unidos a Dios, cederle todo el sitio.
Vivir del sacramento del matrimonio.
«La ternura de tu marido, la ternura de tu mujer,
es un signo de la ternura de Dios»
El que se separa de Dios, si bien no pierde la facultad de amar, abandona lo mejor de su amor. Por el contrario, su amor aumentará en la medida que crezca el amor a Dios. La unión conyugal vale, en calidad humana y en calidad de eternidad, lo que vale la unión de los esposos con Dios. Cuanto más se abren al Dios amor, más rico es el intercambio de amor entre ellos. Ante ellos se abren infinitas expectativas: su amor no terminará nunca de aumentar porque pueden abrirse siempre más ampliamente al don de Dios. Si quieren que su amor sea una llama viva, siempre más fuerte, que amen a Dios cada día más.
Un mayor amor de Dios no implica necesariamente un mayor amor conyugal, pero se obtiene una gracia más abundante que da al cristiano más facilidad y fuerza para cumplir sus deberes, de los cuales uno de los primeros es el amor conyugal.
Es a través de la oración y los sacramentos como los esposos obtienen las fuentes de la gracia divina. La Penitencia mantiene la transparencia del corazón de los esposos y esa brasa que la Eucaristía deposita en cada uno, ilumina y calienta la vida conyugal. Qué gran sentido tiene la confesión antes de la boda y la comunión durante la misa que sigue, cuando se les mira con esta luz.
El declive de tantos amores se explica por el olvido de este principio fundamental: que alejarse de Dios y pecar contra él es pecar contra el amor, cortando la fuente del amor. Rehusar a Dios es quitar al esposo el pan de cada día: el amor. Miente el que dice valorar el amor mientras desprecia el Amor.
Henri Caffarel.
L’Anneau d’Or, nº 2-3-4, julio 1945