Alrededor de un fuego, en el patio del Sanedrín, Pedro y alguno más buscan calentarse en aquellas frías horas de la noche, atravesada por un febril ir y venir de gente. Dentro, la suerte de Jesús está a punto de decidirse en el cara a cara con sus acusadores. Pedirán su muerte.
Como una marea que sube, la hostilidad va creciendo a su alrededor. Con la misma rapidez con que arde la estopa, el odio crece y se multiplica. Muy pronto una muchedumbre vociferante exigirá a Pilato la gracia para Barrabás y la condena de Jesús.
Es difícil declararse amigo de un condenado a muerte sin sentirse estremecido por el miedo. La fidelidad intrépida de Pedro sucumbe ante las palabras recelosas de la sierva, la portera de la casa.
Reconocerse discípulo del rabí galileo sería darle más importancia a la fidelidad a Jesús que a la propia vida. Cuando se exige tener un valor semejante, la verdad no encuentra fácilmente testigos… Los hombres están hechos de tal manera que muchos prefieren la mentira a la verdad; y Pedro pertenece a nuestra humanidad. Traiciona por tres veces. Después se cruza con la mirada de Jesús. Y sus lágrimas caen amargas y sin embargo dulces, como agua que lava la suciedad.
Muy pronto, después de algunos días, cerca de otro fuego, en la orilla del lago, Pedro reconocerá a su Señor resucitado, que le confiará el cuidado de sus ovejas. Pedro aprenderá el perdón sin medida que el Resucitado proclama sobre todas nuestras traiciones. Y empezará a vivir una fidelidad que, desde ese momento, le llevará a aceptar su propia muerte como una ofrenda unida a la de Cristo.
Anne-Marie Pelletier.