Hacia un amor nuevo
En el corazón de una persona que se ha entregado a Cristo, se desarrolla un amor conyugal nuevo, de una calidad muy rara.
Es verdad, soy un cautivo, un “prisionero de Cristo” y feliz de ser su prisionero; es verdad, ya no me pertenezco, ya no tengo control sobre mí mismo, pero Cristo, mi amor, me pide que me despose con todos sus amores. Más aún, puesto que tengo un solo corazón y una sola alma con Él, ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí. Y Cristo, en mí y por mí, ama a todos los que me rodean, empezando por mi cónyuge. Amo a este cónyuge con el corazón de Cristo, y lo amo con amor conyugal.
¿No es éste el tipo de amor que define el acto de caridad: “Amo a mi prójimo por amor a ti”? Amar al cónyuge por amor a otro sería monstruoso si ese otro fuera un ser humano; más bien, es el amor al cónyuge el que debe mandar sobre todos los demás amores. Pero lo que sería chocante a nivel humano ya no lo es cuando se trata de Dios. Amar al cónyuge por Dios es participar del amor con que Dios le ama. Y eso es muy distinto de un “amor de mandato”, de un amor de deber. Es verdad que te amo porque Dios quiere; pero precisamente porque quiere, Dios me comunica su propio amor por ti. Y yo te amo con un amor conyugal nuevo, auténtico, del que nada queda excluido.
El gran objetivo de este nuevo amor será ayudar al otro a llegar a un encuentro personal con Cristo, si todavía no lo ha hecho, ayudarle mediante el don de una ternura humana que se ha hecho tanto más perfecta, tanto más discreta, porque se ha convertido en caridad. Tu amor por mí -dice Cristo a la persona que ha conquistado- lo pido, lo espero y lo recibo en tu prójimo, en tu prójimo más cercano, en tu cónyuge y en tus hijos. En este sentido, el segundo mandamiento es semejante al primero.
¿Y qué pasa en los hogares que sufren?
Hasta ahora he hablado de un hogar armonioso en el que el hombre y la mujer se aman. ¿Qué sucede con el progreso hacia la perfección cuando no hay armonía en el hogar? ¿El cónyuge ansioso por progresar espiritualmente encontrará ayuda en el acercamiento al Señor? Sí, y en los propios fracasos. Es cierto que esos fracasos pueden llevar a la rebelión, al estancamiento e incluso al adulterio; pero también pueden favorecer el descubrimiento de Cristo, como toda pobreza y decepción aceptadas. En un hogar así, no se corre el riesgo de hacer del amor conyugal un absoluto. Las Bienaventuranzas del Señor proporcionarán consuelo y apoyo: “Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los hambrientos, bienaventurados los perseguidos…”.
No dudo en decir: Mejor, a los ojos de Dios, un matrimonio menos exitoso que un amor más perfecto, al que los cónyuges se aferran como a un tesoro del que no quieren desprenderse. El peligro no es ilusorio. Leo en una carta: “La llamada de Cristo es escuchada por muy pocos, incluso entre cónyuges profundamente cristianos y unidos. Quizá precisamente porque están tan unidos y apegados el uno al otro. No pueden aceptar la segunda llamada de Cristo, que pretende separarlos el uno del otro. Cuántos se aferran desesperadamente a la fase anterior y se resisten a Cristo, que de repente se ha convertido en el Dios celoso de la Biblia. Se escandalizan ante la sola idea de que la ley de la renuncia evangélica pueda dirigirse contra su amor: “¿Por qué -dicen- el que quiere que esta célula de la Iglesia, nuestro hogar, tenga éxito, vendría él mismo a destruir su obra y a separar a los que ha unido?
De hecho, muchos hogares se sitúan entre dos extremos, el del fracaso y el del éxito perfecto. Para ellos, el amor es a la vez riqueza y pobreza, éxito y fracaso. Este tipo de amor es una ayuda preciosa en nuestro camino hacia Dios. Hecho de lágrimas y de alegrías, de esfuerzos, de sacrificios y de oraciones, de decepciones y de esperanzas, de dones y de perdón, esta unión en la que hemos recibido mucho el uno del otro y hemos sufrido igualmente el uno por el otro, está habitada por la gracia, en la que la gracia actúa para llevarnos a cada uno al encuentro de Cristo vivo.
Matrimonio, camino de santidad
¿He logrado mostrar que el matrimonio, por sus exigencias y sus riquezas, por sus victorias y sus derrotas, y sobre todo por todas las gracias sacramentales que comporta, es efectivamente un camino de santidad? Como hemos visto, madura el corazón humano a través de todos los dones y renuncias que exige; favorece el crecimiento de la caridad en el hogar y en cada uno de los cónyuges, hasta llevarlos al umbral del encuentro personal con Cristo, verdadero inicio del camino de la santidad. Si entonces se sacude la comodidad de un amor conyugal todavía demasiado humano, es sólo para ayudar a los esposos a entrar en un amor totalmente nuevo “en el Señor”.
Dichosos los esposos -y lo digo con mayor convicción porque conozco a algunos de ellos- cuya primera ambición en el amor es ayudarse mutuamente a responder cada vez más generosamente a la llamada de Aquel que, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, se ha presentado siempre como el Esposo. Un hombre casado me escribía: “Del amor nace el deseo de ver al otro realizado en plenitud. Sé que mi mujer sólo puede realizarse en su vocación de esposa por el único Esposo: Cristo, y la amo demasiado para no desearlo, para no quererlo para ella… con toda mi debilidad”. En estos hogares se cumple la promesa del Señor: “Quien deje casa, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá cien veces más aquí en la tierra y participará de la vida eterna” (Lc 18,28-30; Mt 19,29). El “céntuplo” es un amor nuevo, cuya fuerza y dulzura ni siquiera podían imaginar en las horas radiantes de su naciente vida matrimonial.
Quien pierde su vida la salva, quien pierde su amor la salva: por un momento, los esposos pudieron pensar que responder a la llamada de Cristo comprometería su unión; en realidad, su respuesta permite que ésta se supere y alcance una nueva perfección. Lo que antes creían, ahora lo experimentan: “Donde se encuentran la caridad y el amor, allí está presente Dios”.
Esta presentación del matrimonio cristiano dista mucho, lo reconozco, de cierta visión demasiado común que ve en el sacramento del matrimonio sólo una ayuda de Dios para curar el amor humano, enriquecerlo, hacerlo más feliz y duradero. Es una visión ingenua, que ve en la gracia un medio para hacer más cómoda la vida en la tierra. ¡Como si Cristo hubiera venido ante todo a salvar la felicidad humana!
¿Significa esto que los esposos cristianos tendrán poco en cuenta la vida conyugal y todas las realidades que la componen? A los que piensan así, quisiera ofrecerles una comparación: el pan y el vino, cuando se deterioran, son incapaces de convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía; del mismo modo, si los esposos dejan que se deteriore la calidad humana de su matrimonio, éste ya no es un medio que la gracia pueda utilizar para santificarlos. Sólo una vida conyugal vivida en plenitud permite al sacramento producir sus frutos.
Por tanto, nunca se dirá demasiado que la vida conyugal es un camino de santidad, pero sólo a condición de que se recuerde claramente que el sentido de un camino es conducir a un fin, que la gran ambición de los compañeros de viaje debe ser, no “establecerse” en la tierra, sino caminar juntos hacia la casa del Padre, donde se encontrarán “compañeros para la eternidad”.
Esta concepción cristiana del sacramento del matrimonio muestra claramente su admirable dignidad, y al mismo tiempo nos hace comprender por qué la Iglesia ha reconocido siempre una mayor dignidad a la virginidad consagrada: ésta, en efecto, es desde el principio una preferencia por Cristo y una consagración a su amor. Esto no significa, sin embargo, que un cristiano casado no pueda alcanzar un grado de perfección superior al de un monje.
Al final de esta conferencia, quisiera dejarlos en presencia del hogar de José y María. No para sugerir que la vida cristiana en el matrimonio exige una continencia total, sino para invitarlos a contemplar el amor conyugal más perfecto. Este matrimonio es único en cuanto es la unión de dos seres consagrados de antemano a Dios y que Dios entrega el uno al otro: comienzan donde otros llegan -y todavía muy imperfectamente- sólo después de un laborioso camino. Pero se aman tanto más por ello. ¿Qué amor conyugal puede rivalizar con el suyo? Se aman con el mismo amor de Dios: “La fuerza con la que te amo no es diferente de la fuerza con la que tú existes”; ¿no es esta frase de una de las heroínas de Claudel una expresión adecuada de su experiencia? ¿Les había dado Cristo la gran instrucción que dejó a sus apóstoles: “Sean uno como mi Padre y yo somos uno”? No lo sé, pero sin duda alcanzaron este ideal mejor que nadie. Y por eso no hay modelo más alto para los esposos que aspiran a la santidad que el matrimonio de José y María.
Henri Caffarel.