Nuestro tiempo es lineal y significativo. Nacemos, vivimos, maduramos, envejecemos, y algún día moriremos.
Ese es nuestro kronos, nuestro tiempo que avanza, imparable y sin marcha atrás, que al principio está vacío de memoria y lleno de horizonte; y cuanto más avanzamos, más se va poblando con los recuerdos y la experiencia, mientras el horizonte se estrecha, aunque tardemos en darnos cuenta de ello.
¿Hay instantes así, momentos de encuentro, instantes de especial densidad, que dan sentido a una vida, que se convierten en fundamento, en roca firme, en referencia y memoria viva desde la que uno termina construyendo lo que es?
– Yo diría que sí.
Y ahí estamos. En ese baile entre el tiempo que avanza, inexorable, y los momentos significativos que nos definen y nos marcan. Esto nos lleva a hablar de los distintos escenarios temporales de nuestra vida: pasado, presente y futuro.
EL PASADO
Es el ámbito de lo ya vivido. Lo que nadie nos puede arrebatar, para bien o para mal. Es el lugar de la experiencia, del aprendizaje, de la sabiduría. Del pasado extraemos, muchas veces, lecciones que nos sirven para hoy, o rescatamos episodios que nos ayudan a interpretar lo que ocurre en el momento presente.
De ahí la importancia y la necesidad de la memoria –siempre y cuando no convirtamos el pasado en una prisión, sucumbiendo a una nostalgia que anula el hoy, o convirtiendo «los viejos tiempos» en una losa inamovible.
Vamos aprendiendo a dar valor a la experiencia y al pasado. Es algo fundamental para poder convertir lo vivido en escuela. La espiritualidad ignaciana, por ejemplo, insiste una y otra vez en la necesidad de examinar la vida –leyendo o buscando el paso de Dios en ella, aprendiendo de lo ocurrido, madurando a base de aciertos y errores–. Esa lectura atenta es nuestra forma de convertir el pasado en caudal de sabiduría, y no “únicamente en acontecimiento que se va y deja un vacío que habrá que llenar con otra cosa.
José María Rodríguez Olaizola, SJ.