Lo que hace valioso e importante el libro de los Evangelios no es sólo el hecho de ser una recopilación de los gestos y dichos de Jesucristo, sino, según la palabra incisiva de San Agustín, es “la propia boca de Jesucristo”.
Ustedes se engañarían, en efecto, si vieran en el Evangelio palabras antiguas, piadosamente conservadas, las palabras del mayor hombre que haya pasado por la tierra. El Evangelio es una Voz viva y permanente, de un viviente, del gran Viviente, presente hoy en medio de nosotros según Su promesa: “Yo estaré con ustedes hasta la consumación de los siglos”.
Esta palabra se dirige, sin duda a toda la iglesia, pero también a cada uno de nosotros. Ciertamente pienso, al abrir el Evangelio: Alguien me habla. Es muy diferente leer un libro o un artículo de periódico dirigido a todos y a nadie, a leer una carta dirigida personalmente a mí. Ahora, el Evangelio de ésa carta de Dios dirigida a mí.
Alguien habla conmigo. Jesucristo habla conmigo. Esto de por sí ya es bastante extraordinario. ¿Pero de qué palabra se trata? Porque existen palabras de palabras. Está la palabra del oficial que manda: el debe hacer cumplir; está la palabra del profesor que enseña: él quiere comunicar un conocimiento. Está mejor aún, la palabra del joven a la muchacha: “Yo te amo”. Mucho más que una orden, mucho más que una enseñanza, esa palabra transforma profunda y completamente un ser. Decide su destino.
Por el Evangelio Jesucristo habla y, sin duda, enseña lo que es necesario creer y ordena lo que es necesario hacer, pero antes que cualquier cosa, Él se revela. Él me hace una confidencia emocionante: “Yo te amo, y te amo hasta el sacrificio de mi vida”.
La fe por la cual respondo a su confesión es bastante más que una simple adhesión de mi inteligencia a sus enseñanzas, bastante más que obediencia a sus mandamientos, es un impulso de todo mi ser, por el cual yo me entrego a Él sin reservas.
Hay sin embargo algo todavía más bello y misterioso.
La palabra de Cristo en el Evangelio no es solamente enseñanza, mandamiento, confesión de amor: es un acto. Ella opera.
Esa Voz que oigo a leer el Evangelio es aquella misma que apaciguaba la tempestad furiosa, curaba la lepra, resucitaba a los muertos, perdonaba los pecados, generaba hijos de Dios (Tg. 1, 18; Pd 1, 23-25).
Ahora, ella no perdió su fuerza ni su actualidad. Los orientales comprenden bien esto. Cuando el sacerdote lee el Evangelio, todos se abalanzan hacia el libro imitando a las multitudes que antiguamente seguían a Cristo.
¿Comprenden ustedes ahora que el Evangelio se pueda aproximar a la eucaristía? Que él sea llamado “sacramento” en el sentido antiguo de la palabra? Que San Agustín haya podido escribir: “Por su evangelio, Jesucristo está realmente presente entre nosotros?” Además, es el propio Jesucristo que nos convida a acercar el Evangelio a la Eucaristía. Escuchemos estas dos frases, casi idénticas, una de ellas diciendo respecto a la Eucaristía: “Aquél que come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna” (Jn 6, 54), y la otra, mirando Su palabra: “El que guarda mi palabra no probará la muerte jamás” (Jn 8, 51).
¿Por qué será pues, que los mejores cristianos, esos mismos que se apresura en recibir la Eucaristía, muestran tanta negligencia en “escuchar” y “guardar” la Palabra de Cristo, y son tan poco habitados por su “Palabra Poderosa”?.
Henri Caffarel.
Carta mensual francesa.