Cien cartas para la oración, Padre Henri Caffarel

Carta No 9 – Comportamiento en la Oración

8,6 min readEtiquetas: ,

Cien Cartas sobre la Oración Interior. 
Carta No. 9

¿Tendríamos que recurrir a ciertos métodos si nos es difícil orar? Por una parte, parece que la oración, como también el amor, no se puede regir por métodos. Sin embargo, existen leyes que propician el diálogo. Tanto en nuestras relaciones con los demás como en nuestras relaciones con Dios sería muy provechoso conocerlas.

No voy a extenderme sobre los diferentes métodos de hacer oración, como me pides; los encontrarás fácilmente en cualquier tratado sobre el tema. Solamente quiero darte algunos consejos sobre tu conducta cuando haces oración. No busques, pues, nada original en esta carta. Me contentaré con presentarte las recomendaciones clásicas que los autores espirituales aconsejan a aquel que quiere orar. Pero espero que no las veas como recetas que prometen una garantía eficaz; intenta más bien descubrir su espíritu. Hay una imagen que me trae a la memoria antiguos recuerdos de la época en que era joven. Éramos un grupo de corredores y estábamos en la línea de salida, inclinados hacia adelante, con todos los músculos en tensión, dispuestos a comenzar a correr. La oración es como una carrera. Es importante que la salida sea buena. De no ser así, al cabo de cinco minutos uno se pregunta qué hace arrodillado; mientras el cuerpo ha acudido a la oración, el pensamiento se ha quedado atrapado en los asuntos de la vida.

Te animo, pues, vivamente a fijarte en los gestos y las actitudes al comenzar la oración. Una genuflexión bien hecha, acto del alma tanto como del cuerpo; una actitud física clara de hombre despierto, presente a sí mismo y a Dios; un signo de la cruz lento, cargado de sentido.

Lentitud y calma tienen una gran importancia para romper el ritmo precipitado y tenso de una vida tan agobiada y llena como la tuya; algunos instantes de silencio, como una maniobra de frenado. Todo eso contribuirá a introducirte en el ritmo de la oración y operará la ruptura necesaria con las actividades precedentes. Puede ser también muy bueno recitar una oración vocal muy lentamente, a media voz. Toma conciencia entonces, ya no digo de la presencia de Dios, sino de Dios presente; una persona viva, el Gran Viviente, que está allí, que te espera, te ve, te ama. Él tiene un plan para esa oración que comienza y te pide que estés ciegamente de acuerdo con él.

Cuida de las actitudes interiores más aún que de las del cuerpo. Las actitudes fundamentales del hombre frente a Dios son dependencia y arrepentimiento.

Dependencia: no la vaga sumisión de aquel que a veces debe renunciar a un proyecto para hacer la voluntad de Dios sino una dependencia mucho más radical, la del torrente (que desaparecería si se cortase de la fuente), la del cuerpo humano (que ya no es ni siquiera cuerpo, sino un cadáver cuando se rompe el lazo que le unía al alma).
Arrepentimiento: esa convicción aguda de nuestra indignidad profunda en presencia de la santidad de Dios. Como san Pedro, que de repente se prosterna ante Cristo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador».

Esas dos actitudes son importantes para adentrarse en los caminos del Señor. Teniendo el alma ya dispuesta hay que pedir entonces la gracia de la oración, pues, como ya te he dicho, la oración es un don de Dios antes de ser una actividad del hombre. Pide al Espíritu Santo su intercesión, porque él es el maestro de toda oración. Entonces podrás adoptar la actitud corporal más favorable a la libertad de tu alma. En las horas o en los días en que el cuerpo podría arrastrar al alma en su relajación o en su pereza, mantenlo despierto y alerta. Otras veces, por miedo de que, cansado o tenso, no estés todo el tiempo atento, concédele una actitud de reposo y de distensión.

Así preparado, la oración propiamente dicha puede empezar. ¿Qué pedir a continuación? Que Dios tome posesión de ti. Y el único medio es poner en práctica esas tres grandes facultades sobrenaturales que el Señor nos ha otorgado precisamente para entrar en contacto, en comunión con él (por eso se las llama virtudes teologales): la fe, la esperanza, la caridad. Son dinamismos sobrenaturales dispuestos a obrar desde el momento en que te aproximas.

Ejercita tu fe. No te pido que especules sobre Dios, sino que pienses en él, meditando lo que te dice la creación, pues todo habla de sus perfecciones; leyendo la Biblia y, sobre todo, la vida de su Hijo, que se ha encarnado, ha vivido, ha muerto a fin de revelarnos el amor infinito del Padre. El gran mérito de un san Bernardo, de los franciscanos de los siglos XIII y XIV, de san Ignacio de Loyola, es que han recordado a los que quieren orar que Jesucristo es el gran tema de meditación. Pero lo importante no es pensar mucho, sino amar mucho. Ejercita la caridad que ha sido movilizada por la fe.

Vuelvo a usar el término «ejercitar». Pero no te equivoques. No preconizo un voluntarismo desenfrenado. El ejercicio de la fe y de la caridad debería ser tan natural y dúctil como la respiración. Ejercer la caridad no consiste tanto en hacer surgir en ti emociones, fervores y sentimientos cuanto en adherirse con toda tu voluntad al mismo Dios, abrazar sus deseos y sus intereses.

Es también propio del amor aspirar a la unión con aquel al que se ama y a la felicidad que promete. Cuando se trata de Dios, esta aspiración se llama «esperanza». Ejercita, pues, también la esperanza.

La oración, tal como acabo de describirla, recibe el nombre de «oración teologal». Algunos consideran este tipo de oración un pasatiempo de rentistas. Si creyéramos a sus detractores, como es una oración que utilizan los monjes, no sería adecuada para aquellos que están comprometidos en los rudos combates de la acción y para los cuales lo más importante es la eficacia. Podríamos responderles que alabanza y adoración son prioritarias a la acción. Pero, incluso en el plano de la eficacia, este tipo de oración se defiende sin problemas. Decían los viejos escolásticos que el actuar es consecuencia del ser; por tanto, la oración teologal, que realiza una prodigiosa renovación de nuestro ser al ponerle en contacto con su Creador, multiplica nuestra eficacia. No hace falta más que leer las vidas de los santos, una santa Teresa de Ávila, por ejemplo, para convencerse. Preconizar la oración teologal no es, por otra parte, condenar esa otra forma de oración llamada “oración práctica”.

No hay ningún motivo para oponer estos dos tipos de oración y sí todo el interés en acercarlas y en combinarlas. Es más que evidente que es necesario interpelar nuestra vida, reflexionar sobre nuestros afectos, nuestros pensamientos, nuestros comportamientos, para rectificarlos. Ese es el objetivo de la llamada «oración práctica». ¿Por qué no sería también la conclusión normal de una oración teologal? La mirada de fe, después de haber contemplado a Dios, se vuelve hacia nuestra vida; la caridad, después de haber renovado nuestra intimidad con él, nos incita a servirle en nuestras tareas cotidianas. Uno de mis amigos no acaba nunca su oración sin lo que él llama la «meditación sobre la agenda». Repasa su jornada, la presenta al Señor, enumera a todos con los que se va a encontrar, y su enumeración se convierte en intercesión.

Espero que, al final de esta carta, no pienses que la oración es un ejercicio complicado, que desanima a aquellos cuya existencia es ya de por sí tan compleja. No te quedes con esta impresión. Los actos vitales básicos parecen complicados si uno los analiza; descender una escalera, respirar, amar. Pero para el que los practica normalmente son de una gran simplicidad. Justamente esta última palabra se refiere a un tipo de oración que consigue aquel que persevera, «la oración de simplicidad». El Padre Grou la describe en estos términos: «En vez del ejercicio fatigoso de la memoria, del entendimiento y de la voluntad, que se aplican en la meditación, tanto sobre un tema como sobre otro, Dios otorga a menudo al alma una oración simple en la que el espíritu no tiene otro objetivo que una visión general de Dios; el corazón, ningún otro sentimiento que un gusto de Dios, dulce y apacible, que la alimenta sin esfuerzo como la leche alimenta a los niños. El alma no percibe entonces sus operaciones, que son de tal manera sutiles y delicadas que le parece no hacer nada y estar sumergida en una especie de sueño».

Añadiré una última consideración antes de dejarte. De la misma manera que uno no se convierte en ebanista, músico o escritor de la noche a la mañana, tampoco se convierte uno en hombre de oración sin un aprendizaje laborioso. El que se sorprenda de esta aseveración es que tiene una idea muy pobre de la oración y no ha entrado nunca en un monasterio donde uno encuentra a jóvenes que, para iniciarse en la oración, no han dudado en dejarlo todo, donde uno se cruza con viejos monjes cuya mirada limpia y dulce habla profundamente sobre los secretos de una larga vida de oración.

Henri Caffarel.

Te animo, pues, vivamente a fijarte en los gestos y las actitudes al comenzar la oración. Una genuflexión bien hecha, acto del alma tanto como del cuerpo; una actitud física clara de hombre despierto, presente a sí mismo y a Dios; un signo de la cruz lento, cargado de sentido.