Carta No 8 – Lo esencial
Cien Cartas sobre la Oración Interior.
Carta No. 8
A pesar de nuestra buena voluntad, la oración a veces no es como la desearíamos, es decir, con todas nuestras facultades orientadas hacia el Señor, captadas por él. Pero si nuestro ser profundo está centrado en Dios, nuestra oración será verdadera, incluso puede llegar a ser muy profunda.
Leo lo que me escribes: “Sigo fiel a la oración cotidiana desde hace seis meses y no creo que haya tenido más de cuatro o cinco buenos momentos de oración”. ¿Qué me quieres decir? Que todas tus oraciones, fuera de esas cuatro o cinco, ¿no habrán sido del agrado del Señor? Eso no puedes saberlo. Que tú no hayas recibido ninguna satisfacción por ellas, eso sí me lo creo. ¿Pero, significa eso que no fueron buenas?Te ruego que no caigas en esa trampa en la que caen todos los principiantes; juzgar la oración según el fervor, el recogimiento, las bellas ideas o los resultados tangibles. La oración es como los sacramentos; su valor y su eficacia son de orden sobrenatural y, por tanto, escapan a la medida de los hombres. Si hubieras entendido bien lo que constituye lo esencial de la oración, no te sentirías tan desanimado por lo que tú llamas el «asalto de las distracciones».
La oración es un acto complejo. En él participa la totalidad del hombre: el cuerpo, el alma, la inteligencia, el corazón, la libertad. Por eso lo que importa es discernir con seguridad lo que es esencial, aquello que, si faltara, privaría a la oración de todo su valor.
¿Se podría decir que es el cuerpo? Evidentemente no. De ser así habría que aceptar que un paralítico, por el hecho de no poder adoptar actitudes de oración, no puede orar. Lo que sería absurdo. ¿Se podría pensar que son las palabras? Está bien claro que las palabras, tanto en la oración como en una relación humana, no pueden ser lo esencial. ¿La sensibilidad?, ¿el fervor? Sería bien decepcionante pues todos sabemos que cualquier pequeña cosa puede perturbar la sensibilidad: una preocupación, una pena, una alegría, una pasión, un dolor de muelas. Es impensable que el valor de nuestra oración esté a merced de cualquier acontecimiento, interior o exterior. ¿Y la reflexión? Es verdad que la meditación es importante, pues el conocimiento de Dios suscita el amor a Dios.
Pero si fuera lo esencial de la oración, aquel que no estuviera dotado de inteligencia estaría condenado a oraciones mediocres, quedando reservada la perfección a los inteligentes. Entonces, quizá, ¿la atención a Dios? Si fuera eso te veo caer en la desesperación, porque las distracciones te invaden y a menudo no depende de nosotros eliminarlas; nuestra atención es como nuestra sensibilidad, particularmente inestable.
Es tan difícil mantenerla orientada hacia Dios como lo es mantener fija en dirección norte, mientras caminamos, la aguja de la brújula. ¿Qué queda, pues? ¿Los sentimientos? Un amor ardiente, una confianza viva, una emoción palpable. Es verdad que nuestros sentimientos, en comparación con nuestra sensibilidad y con nuestra imaginación, manifiestan una cierta estabilidad. Pero hay que reconocer que también escapan a nuestro control: no podemos exigir el amor, y el fervor del corazón no depende de nuestra decisión.
¿Qué es, pues, lo esencial de la oración? Lo esencial es la voluntad. Pero no veas en la voluntad un mecanismo psicológico que nos hace tomar una decisión o nos obliga a poner por obra lo que nos desagrada. La voluntad, en buena filosofía, es la capacidad de nuestro ser profundo de orientarse libremente hacia un bien, hacia una persona o un ideal, digamos a comprometerse, por emplear una palabra propia de nuestra generación. Cuando nuestro ser profundo se vuelve hacia Dios y se abandona a él, libre y deliberadamente, entonces la oración es verdadera, incluso aunque nuestra sensibilidad esté inerte, nuestra reflexión sea pobre o nuestra atención, distraída. Nuestra oración vale lo que vale esta orientación, esta ofrenda esencial. Mientras que la sensibilidad, la atención, incluso los sentimientos son fugaces, cambiantes, nuestra voluntad es infinitamente más estable y permanente. Las variaciones de la sensibilidad no arrastran obligatoriamente nuestra voluntad. Las distracciones de la imaginación no son necesariamente distracciones de la voluntad. Piensa en tu propia experiencia. ¿No te ha ocurrido nunca, mientras oras, que, habiendo tomado conciencia de haberte dejado llevar por las distracciones, vuelves a entrar en ti mismo y vuelves a encontrar, en calma e inalterable, tu voluntad, que sigue orientada hacia Dios y deseosa de agradarle? En ella nada ha cambiado.
Querer rezar ya es rezar. Esta fórmula, lo sé, tiene el don de irritar a aquellos de nuestros contemporáneos que tienen la superstición de la espontaneidad. A sus ojos todo lo que uno se impone a sí mismo es artificial, convencional, postizo. Pero te conozco lo suficiente para saber que tú no participas de ese infantilismo. De manera ideal, la oración que surge de nuestro ser profundo debería movilizar todo lo que somos. Nada nuestro debería permanecer ajeno a nuestra oración, tampoco nuestro amor. Dios nos quiere con todo lo que somos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas», Habrá, pues, que esforzarse por ahuyentar los sonidos y las actividades que nos rondan, recogernos y unificarnos para ofrecernos en nuestra totalidad. Pero – y lo repito – gracias a Dios no es necesario que eso ocurra para que la oración sea una buena oración.
El que quiera conseguir la eliminación de distracciones y agitaciones debe contar más con la gracia divina que con sus propios esfuerzos. De todas maneras, siempre es bueno conocer y practicar algunas reglas clásicas:
– Un viejo autor (un tanto misógino, por más señas) enseñaba: «Las distracciones en la oración son como las mujeres, si no les prestas mucha atención, pronto te dejarán tranquilo».
– Sentirse desgraciado por haberse distraído es otra manera de distraerse.
– Escribir en una hoja el pensamiento que nos molesta es suficiente a veces para liberarse. Por ejemplo, la llamada de teléfono que nos queda por hacer hoy.
– Elegir la hora menos favorable para las distracciones, que para muchos es la primera del día.
– Escribir la oración puede ayudar a fijar el espíritu cuando está demasiado agitado.
– Hacer de los temas de distracción temas de oración: un hijo cuya fe nos preocupa.
Henri Caffarel.
La oración es un acto complejo. En él participa la totalidad del hombre: el cuerpo, el alma, la inteligencia, el corazón, la libertad. Por eso lo que importa es discernir con seguridad lo que es esencial, aquello que, si faltara, privaría a la oración de todo su valor.