Carta No 6 – Habla, Señor, que tu siervo escucha
Cien Cartas sobre la Oración Interior.
Carta No. 6
Para que nuestras palabras y nuestras disposiciones interiores sean agradables a Dios hay que preguntarle primero qué es lo que nos quiere decir y qué respuesta espera de nosotros
¿Recuerdas lo que me contabas un día sobre Philippe? «Es un chico muy servicial, siempre dispuesto a hacer lo que le encargo; a veces es tal su prontitud que aun antes de saber lo que tiene que comprar ya ha salido corriendo». ¡Cómo se nota que eres su madre!, pensaba yo mientras leía tu última carta. Cuando llega el momento de tu oración cotidiana, no dudas un momento, te lanzas de cabeza, como Philippe, piensas en Dios, hablas a Dios, intentas que surja tu amor por él incluso antes de haberle preguntado lo que él desea o lo que espera de ti. No creas que pretendo dirigirte elevadas consideraciones sobre la oración, solo quiero darte un consejo bien modesto, aunque no por eso menos importante: no comiences nunca tu oración sin haberte tomado un tiempo de preparación, sin haber hecho el silencio interior, sin haber interrogado a Dios sobre lo que debe ser ese cuarto de hora de oración.
Vuelvo a tu Philippe. Ese chico servicial es también un chico bien educado. Me he dado cuenta de que delante de lo que se suele llamar una persona importante se calla, deja hablar, aunque se muerda la lengua. ¿Por qué no haces tú lo mismo que has enseñado a hacer a tu hijo, delante de esa persona infinitamente más importante que es Dios? ¿Por qué no le dejas llevar a él la iniciativa del diálogo?
Comprende mi consejo: lo que te sugiero es que no te centres en lo que le vas a decir a Dios, sino que le preguntes a Él lo que tiene que decirte, qué respuesta espera de ti, qué actitud profunda debes tener para complacerle.
Sé bien lo que me vas a replicar: «No soy una gran mística. Nunca oigo que Dios me hable. Además, no siempre hablo yo todo el tiempo, y jamás he oído su voz». ¿Estás completamente segura de que estás del todo atenta y de que deseas escucharle?
Por otra parte, no te aseguro que puedas escuchar su voz de manera sensible. Es cierto que eso también hoy podría ocurrir: san Pablo, temblando y deprimido, perdido en la gran ciudad cosmopolita de Corinto, escucha la voz de Cristo, que le reconforta con gran ternura: “No temas, sigue hablando y que yo estoy contigo” (Hechos 18,9-10) Pero no es La manera normal de actuar del Señor, ni siquiera con san Pablo.
Si los que acuden a la oración toman la costumbre de comenzarla con un momento de silencio atento, interrogante, pronto descubrirán en qué sentido se nos habla. A veces de ese silencio surgirá dulcemente un pensamiento, que tendrá sabor a oración; acójanlo con respeto; ofrézcanlo para que madure un clima propicio Recuerden los versos admirables de Paul Valéry que también se podrían referir a la oración:
Paciencia, paciencia.
¡Paciencia en el cielo!
Cada átomo de silencio
madurará en un fruto.
Otras veces los pensamientos no aparecerán tan espontáneamente. Habrá que proseguir la reflexión en el silencio, buscando el modo en que su oración podría responder a las expectativas del Señor. Por ejemplo, están contemplando las perfecciones de ese Dios en cuya presencia se encuentran, y quizá entonces se les imponga la necesidad de adorarle o de darle gracias o de humillarse ante Él. O bien, recuerden que el Espíritu de Cristo, en el fondo de su alma, grita: “Padre, Padre” , y su oración se hará adhesión de todo su ser al amor del Hijo por su Padre.
O bien podría ser un acontecimiento familiar o mundial que les aparece como debiendo inspirar su oración, y entonces interceden por las personas que tienen necesidad de su ayuda, como Abraham, en el encinar de Mambré, implorando por las ciudades amenazadas con el fuego del cielo. Quizá les parezca que Dios no ha intervenido que ustedes solos han buscado y decidido el tema de su oración. Si les digo la verdad, si no se han precipitado de manera compulsiva, si humildemente han pedido ayuda al Señor pueden pensar con razón que él ha sostenido desde el interior su esfuerzo de reflexión, sin ser ustedes plenamente conscientes, y que Él los ha llevado a comprender sus pensamientos, sus deseos. Reconocerán que transmitir a otro nuestros pensamientos y deseos es ya hablarle.
Pero cuidado con no caer en el engreimiento; no imiten a aquellos que se imaginan ingenuamente que las ideas que se les ocurren son ideas que vienen directamente de Dios.
De todo esto, lo que más me importa -tanto si son principiantes como experimentados- es que retengan sobre todo la frase del joven Samuel: ¡Habla, Señor, que tu siervo escucha! (1 Samuel 39). Un viejo autor del siglo XV, el P. Bourgoing, escribiendo sobre el tema que les he desarrollado, para apoyar su tesis daba un argumento incontestable:
«Si la naturaleza nos ha dado dos orejas y solo una lengua es para mostrarnos que al conversar entre nosotros debemos escuchar dos veces más que hablar. Cuánto más con Dios»
Henri Caffarel.
A quién les pregunte: «¿Qué es eso de los Equipos de Nuestra Señora a los que pertenecen?» Respondan sin dudar: «Grupos de espiritualidad».