Carta No 3 – Háblale
Cien Cartas sobre la Oración Interior.
Carta No. 3
Sepamos expresar espontáneamente, simplemente, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos a aquel que nos acoge.
Hace algunas semanas fui a la Trapa. El padre portero me acogió y me condujo a través de largos pasillos claros, desnudos y silenciosos a la celda del prior. Entré en una habitación con los muros pintados de cal, sin ornamentos, sin imágenes, donde me esperaba un hombre silencioso y sereno. Su rostro era a la vez tosco y lleno de dulzura, no de una dulzura sensible, sino de una espiritualidad que dulcificaba sus marcados rasgos ascéticos.
En su mirada se armonizaban el candor del niño y la sabiduría del anciano. Nuestro diálogo fue sincero.
Llegó un momento en que comenzó a hablarme del día lejano que determinó la orientación de su vida. Siendo adolescente frecuentaba un círculo recreativo juvenil.
Un cierto jueves de invierno, al final de una larga tarde de juegos, el joven vicario había hablado de la oración a los más mayores, reunidos en la pequeña capilla. Nuestro amigo dejó que se fueran sus compañeros aparentemente para ayudar al vicario a poner orden, pero en realidad quería preguntarle algo y no sabía cómo empezar.
Mientras barría en la sala más fácil que hacerlo cara a cara, decidió preguntarle:
“Usted nos repite sin cesar que hay que hacer oración, pero no nos enseña cómo hacerla.”
¿De verdad quieres saber orar?
Pues bien, Francois, ve a la capilla y háblale.”, “Fui a la capilla aquella noche, continuó el viejo monje, y debí de permanecer mucho tiempo, pues me acuerdo de haber llegado tarde a casa, y de qué me riñeron severamente. Había orado por primera vez. Y creo que, desde entonces, nunca he dejado de hablarle.” Acabada la confidencia, el Padre prior se calló. Un cierto trémolo en su voz me hizo comprender que evocaba aquel antiguo recuerdo con emoción porque había sido el primer eslabón de una larga intimidad con Dios.
El silencio se prolongaba. Yo no me atreví a romperlo; estaba seguro de que él hablaba con el Señor. Sin duda le daba gracias por haber encontrado a los quince años, al sacerdote que le orientó en el camino de la oración.
El consejo del vicario no era tan trivial como parecía. Por el contrario, provenía del hombre que, habiendo practicado asiduamente la oración, prefiere no perderse en una larga argumentación y se contenta con responder al adolescente deseoso de aprender a rezar con esa única palabra: “Háblale”.
No se dialoga con una sombra.
Hay que tomar conciencia de la presencia de Dios para hablarle. Y para saber qué decirle, es necesario que la fe despierte y busque. Y la obligación de encontrar las palabras exactas conduce a no quedarse satisfecho con impresiones evasivas, nos fuerza a expresar pensamientos, deseos, sentimientos concretos. Los méritos de este método son evidentes, si es que se puede calificar como mérito un consejo tan sencillo. Muchos cristianos, cuando hacen oración, se dejan llevar por vagos ensueños, se compadecen de sí mismos, se adormecen en cálidas emociones piadosas. No consiguen nunca que su espíritu sea capaz de detenerse y concentrarse.
¿Por qué no escuchar y seguir el Consejo del joven vicario? Quizá lo minusvaloran por orgullo o por pereza espiritual, o bien se imaginan que están más avanzados en los caminos de la oración, o bien porque detestan el esfuerzo.
He pensado que no podía dar mejor respuesta a tu carta que transcribiendo mi conversación en la Trapa. Tú también quieres aprender a rezar; escucha, pues y pon en práctica el consejo del vicario. Llegará un día en que tu oración ya no necesitará palabras cuando tú, por decirlo de alguna manera, hayas dominado el método, o más exactamente cuando la gracia haya avanzado su obra en ti. Pero no quememos etapas y, por el momento “Háblale.”
Henri Caffarel.
Querría, querido amigo, que al ir a hacer oración tuviera siempre la fuerte convicción de ser esperado, esperado por el padre, por el hijo, por el Espíritu Santo, esperado por la Familia Trinitaria, que tiene un lugar preparado para ti.