Dios está en todas partes, pero sobre todo en el interior de nuestro corazón donde nos invita a unirnos a él para ese diálogo de amor que es la oración.
Etiene y Sivie, matrimonio sin hijos, vienen a verme antes de partir a un país remoto donde solos, con dos misioneros, se van a dedicar un grupo reciente de cristianos. Saben que será duro, que para resistir habrá que rezar mucho. Por ello me piden que les hable una última vez sobre la oración, que les dé algún consejo esencial. Y antes de despedirse me insisten para que redacte lo que les he dicho para llevarlo consigo.
Mis queridos amigos, durante siglos los caminos y senderos de Judea vieron, varias veces al año interminables filas de hombres, mujeres y niños que se dirigían a Jerusalén.
Las cuestas de los montes de Judea son escarpadas, la sombra, escasa, el sol pega fuerte, pero nada podía desanimar a aquellos judíos piadosos que querían alcanzar el monte santo.
Conocemos bien los sentimientos que les guiaban en que sostenían su ánimo: encontramos su eco en numerosos salmos, que eran como estribillos para el camino, cantos de peregrinos.
“¡Qué amables son tus moradas!
Suspira mi alma y desfallece tras de los atrios del Señor; mi corazón y mi carne exultan tras el Dios vivo. Solo un día en tus atrios, vale más que otros mil; prefiero el umbral de la casa de mi Dios que morar en la tienda del impío.” (Salmo 84).
“Qué alegría cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del señor!” (Salmo 122,1).
De vuelta a casa, a la hora de la oración, tanto si estaban dentro de ella como fuera, en el campo, se giraban en dirección a Jerusalén para alabar al Todopoderoso.
Un amor tan apasionado por su ciudad, una devoción tan grande por su Templo, una fidelidad tan presente, a lo largo de los siglos, no tienen más que una explicación: Jerusalén, mucho más que la capital del reino era la Ciudad del Señor. Y el templo, el lugar donde Dios residía, donde uno siempre seguro de poderle encontrar.
Encontrar a Dios, hablar con él, es la aspiración fundamental de cualquier persona religiosa. Esto era lo que ponía en marcha periódicamente aquellas multitudes de creyentes. Los salmos nos revelan el fervor de todos aquellos buscadores de Dios.
Llega Cristo. Manifiesta su amor por Jerusalén, su respeto por la casa de su padre, pero al mismo tiempo declara que el templo de Salomón ha perdido su significado, que debe desaparecer.
En la hora de su muerte en la cruz, el velo del Santo de los Santos se rasga, como indicando que ese templo ha caído ya en desuso. Un templo nuevo, imperecedero, “reconstruido en tres días”, va a reemplazarlo, el Templo de su cuerpo, de su Cuerpo místico. Allí y solo allí, de ahora en adelante, podrán los hombres encontrar a Dios.
Pero el que entra en ese templo se convierte a su vez en morada de Dios. Jesús nos lo ha confirmado: “Uno que me ama hará caso de mi mensaje, mi Padre lo amará y los dos nos vendremos con él y viviremos con él” (Juan 14,23). Es una revelación sobrecogedora: ¿es posible que Dios haya desertado del templo de Salomón para habitar el alma de los creyentes? Si, y San Pablo nos lo dice de manera explícita: “¿Han olvidado que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?” (1 Corintios 3, 16); “Porque nosotros somos templo de Dios vivo” (2 Corintios 6, 16).
Este término “templo” que para nosotros es escasamente evocador, adquiere en la pluma del Apóstol, educado en la veneración y el amor al Templo de Jerusalén, todo su sentido. Hay que notar que en estos textos la palabra traducida por “templo” estaría mejor traducida como el Santo de los Santos, ese centro del templo ligado a la presencia divina.
Así pues, Dios está en nosotros, en lo profundo del corazón: presente, vivo, amante, activo. Y desde ahí nos llama. Es ahí donde nos espera para unirnos a él.
Dios es seguro que está, somos nosotros los que no estamos. Nuestra existencia transcurre en el exterior de nosotros mismos, en esa periferia de nuestro ser, en la zona de las sensaciones, de las emociones, de las imaginaciones, de las discusiones… en esas afueras del alma, ruidosas e inquietas. Y si se nos ocurre pensar en Dios, desear encontrarlo, salimos de nosotros mismos, lo buscamos fuera, cuando él está dentro. Ignoramos los senderos del alma que nos conducirían a la cripta subterránea y luminosa donde reside Dios.
Que para nosotros es escasamente evocador, adquieren la pluma del apóstol, educado en la Federación y. Luz. Todo su sentido. Hay que notar que en estos textos la palabra traducida. Un templo estaría mejor traducida como el Santo de los Santos, ese centro del Templo ligado a la presencia divina. Así pues, Dios está en nosotros, en lo profundo del corazón, presente, vivo, amante. Y desde ahí nos llama. Es ahí donde nos espera para unirnos a él.
O, si los conocemos, nos falta esa valentía que impulsaba a los judíos fervientes por los caminos de la ciudad Santa. Quizá conquistar el centro de nuestro ser sea una empresa más ardua como la de llegar a Jerusalén.
La oración es abandonar esos alrededores tumultuosos de nuestro ser, de los que hablaba antes, es recoger, reunir todas nuestras facultades y hundirnos con ellas en la noche árida hacia la profundidad de nuestra alma.
Allí, a la entrada del santuario, ya no queda más que callarse y estar atentos. No se trata de una sensación espiritual ni de una experiencia interior, se trata de fe; creer en la Presencia.
Adorar en silencio la Trinidad viva. Ofrecerse y abrirse a su vida desbordante. Adherirse, comulgar con su esencia. Poco a poco, de año en año, el vértice de nuestro ser espiritual, afinado por la gracia, se hará más sensible a la “respiración de Dios” en nosotros, al espíritu de amor. Poco a poco nos divinizaremos y nuestra vida exterior será entonces la manifestación, la epifanía de nuestra vida interior. Será Santa porque, en el fondo de nuestro ser, estaremos estrechamente unidos a Dios santo; será fecunda y ríos de agua viva desbordarán de nosotros, porque estaremos unidos a la fuente misma de la vida.
Queridos amigos, este es el “consejo esencial” que me reclaman. Quiera Dios guiarlos en la hora de la oración en esa tierra lejana. Se los vuelvo a resumir en pocas palabras: hacer oración es acudir en peregrinación al santuario interior para adorar allí al verdadero Dios. Y, si quieren que toda su vida se convierta en una larga oración, una vida en la presencia de Dios, si se quieren convertir en almas de oración, aprendan, a lo largo del día, a entrar a menudo en ustedes mismos para adorar a Dios, que los espera. No es necesario que el momento sea largo; una zambullida de un instante y volverán rejuvenecidos, refrescados, renovados a sus tareas, a sus interlocutores.
Un humilde hermano, converso carmelita del siglo 17, Lorenzo de la Resurrección, que había alcanzado una intensa vida espiritual, gustaba decir a aquellos que venían a consultarle que no hay medio más eficaz para llegar a una vida de oración continua y a una gran santidad que el de ser fieles a esta práctica que les comento:
“Durante nuestro trabajo y otras actividades, incluso durante nuestras lecturas y escritos, incluso en las espirituales, y hasta durante nuestras devociones y oraciones vocales, debemos pararnos por un instante, lo más a menudo que podamos, para adorar a Dios en el fondo de nuestro corazón, disfrutar de su presencia, aunque sea un momento y como a escondidas.”
“Señor, amo la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu Gloria”.
Al recitar ese salmo, los judíos pensaban en el Templo de Jerusalén; el cristiano evoca su alma de bautizado.
Padre Henri Caffarel.