Domingo de Resurrección. Jn 20, 1-9
Las prisas (“por la mañana muy temprano”) de María Magdalena y la complicidad de los apóstoles Pedro y Juan nos dan fe de que, como se esperaba, Jesús ha resucitado. ¡Aleluya!
1. Efectivamente, “antes de salir el sol”, la joven de Magdala ha ido al sepulcro para ver cómo transcurrían los acontecimientos y he aquí que se ha encontrado con que la piedra que tapaba la entrada del mismo estaba quitada. Le ha faltado tiempo para correr a la ciudad a comunicárselo a Pedro y a Juan. Estos han acudido inmediatamente al lugar del enterramiento y se han introducido en el sepulcro, constatando que estaba vacío; solamente han encontrado unas vendas de lino tiradas por el suelo y un sudario bien plegado, colocado aparte.
2. La fiesta que hoy celebramos, la más importante del año, nos exhorta encarecidamente a que pongamos en marcha, con seriedad y constancia, la tarea de nuestra propia resurrección, nuestra conversión, que consiste en sembrar vida donde hasta ahora ha habido muerte, dejadez, tibieza, tratando de recuperar al “hombre nuevo” y enterrando con fuerza al “hombre viejo” que nos ha traicionado durante algún tiempo.
Lo primero que hemos de hacer es armarnos de sinceridad y bajar con decisión a nuestro propio sepulcro. Allí deberemos dejarnos acusar por todo aquello que signifique muerte, apatía, pasividad, indolencia…, pequeños vendajes que hemos fabricado para ocultar nuestra herida, pero que no son sino un lastre engañoso y desechable que nos impide volar… Y seguidamente nos emplearemos en contagiarnos del Jesús resucitado. El referente del cristiano es siempre la persona de Jesús. Y ¿cómo era Jesús?, ¿qué hacía?, ¿qué pretendía de nosotros?
3. La primera condición a resaltar en la persona del hijo de María era la constante relación con el Padre a través de la oración. ¡Cuántas veces nos indican los evangelios que se retiraba a orar, a comunicarse con su Padre! Y luego, toda su vida fue un auténtico derroche de misericordia: curaba enfermos, perdonaba pecados, consolaba a quienes estaban tristes, vivió escorado totalmente hacia los pobres, redimía esclavitudes, aclaró lo de trabajar en sábado, rectificó la ley del Talión, desbancó el odio con el antídoto del amor, dio la vida por aquellos a quienes amaba, que eran todos… Todo un mensaje, y una exigencia, para quienes nos esforzamos por seguirle.
En esta tarea de nuestra “resurrección-conversión” encuentro un aspecto que me inquieta y me preocupa. Por una deformación ancestral de la que no culpo a nadie, estamos acostumbrados, a la hora de la penitencia, a acusarnos casi exclusivamente de las infidelidades cometidas, y rara vez de nuestras deslealtades de omisión, aquello que debimos hacer y no hicimos: acompañar a quien se encuentra solo y va perdiendo alegría por todos los poros de su alma, solidarizarnos con quienes no tienen techo, con los refugiados, con las víctimas de la hambruna o de las guerras, con los niños que nacen para morir enseguida por inanición, con la cadena interminable de injusticias que ahogan y destruyen a quienes las padecen… Si nos sensibilizamos ante toda esta problemática y aportamos nuestro “granito” de arena en busca de una eficaz solución, podremos afirmar que estamos empezando a convertirnos, a resucitar.
Entonces, cuando algún curioso acuda a mi “sepulcro” a contemplar mi mediocridad y mi apoltronamiento estéril, se encontrará con que “he resucitado”, con que ya no estoy allí. Y verá solamente, tirados por el suelo, un vendaje inservible y algún que otro esparadrapo.
Pedro Mari Zalbide.