En el pasaje evangélico de hoy (Lc 15, 1-32) aparecen las narraciones de Jesús conocidas como “las parábolas de la misericordia”, con las que quiere hacernos patente la capacidad de amar y perdonar que tiene Dios Padre: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida, y la del hijo pródigo; que bien podrían llamarse: la del Pastor preocupado, la de la mujer angustiada que busca, y la del Padre que perdona a su hijo alocado… En la pasada cuaresma tuvimos ocasión de comentar la parábola del hijo pródigo. Así que hoy reflexionaremos acerca de las otras dos.

  1. Jesús, para impartir sus enseñanzas, no recurría a conceptos elevados y altisonantes de la teología, sino que inventaba parábolas extraídas de la vida y costumbres de sus paisanos. La labranza, la pesca y el pastoreo eran las tres actividades más generalizadas entre quienes le escuchaban, y el objetivo de sus enseñanzas no era otro que lograr que le entendieran sus palabras y las pusiesen en práctica.

La oveja es un animal que se deja querer fácilmente por todo aquel que se acerca a ella. Es mansa, dócil, obediente, callada… No es extraño contemplar fotografías en las que se aprecia cómo el pastor la carga sobre sus hombros, como un padre lleva a su niño pequeño a las barracas de feria y a los tiovivos. El pastor la mima, la quiere y a menudo se fusiona con ella en un abrazo prolongado como dos enamorados. Cuando salen de paseo, las ovejas lo hacen “en comunidad”; un perro las custodia y rodea para que no se pierdan, y el silbido del pastor es el “idioma materno” inconfundible y seguro: el pastor conoce a sus ovejas y sus ovejas le conocen a él. De ahí que, cuando se pierde una oveja, se produce una tragedia descomunal.

  1. El pastor, cuando se extravía una oveja de su rebaño, deja el resto en el redil y corre, angustiado, en busca de la que se ha perdido. Recorre los lugares por donde han estado la última vez, y no descansa hasta que la encuentra. Y cuando da con ella, la besa y la pone sobre sus hombros, lleno de alegría. Inmediatamente reúne a sus amigos y vecinos y les dice: “¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido!”. Y añade Jesús: “De la misma manera, hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
  2. Y la otra parábola, la de la mujer que ha perdido la moneda, que tal vez necesitaba para comer, y que, acongojada, revuelve toda la casa: armarios, cajones, rincones y recovecos en busca de la moneda, y que, cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido!”. Y Jesús vuelve a añadir: “Os digo que, igualmente, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.

En estas parábolas se percibe claramente el interés de Dios por rehabilitar a los pecadores, que somos todos, el ahínco con que nos busca y la alegría que experimenta cuando nos encuentra… Así nos ama Dios, así nos perdona, así nos abraza… Y es que Dios es pura misericordia, sin mezcla alguna de rencor o de venganza. Diríamos, con todos los respetos, que Dios “pierde el juicio” cuando nos recupera. Y lo celebra con los ángeles porque, según concluyen las “parábolas de la misericordia”, el cielo se llena de alegría por un solo pecador que se convierte.

Pedro Maria Zalbide.