Poco a poco, el conocimiento de las insondables riquezas de Cristo despierta en nosotros la admiración y el amor, libera en nosotros las fuentes de la oración.
Estoy muy contento de saber tu resolución. Nada en este momento es más importante para ti que el que la oración tenga un lugar en tu vida. Al hacerlo te lanzas a una magnífica y terrible aventura, sólo comparable al amor. En ella encontrarás las alegrías más grandes y también las mayores pruebas. Alegrías y pruebas son quizá palabras demasiado débiles; descubrirás del sentido de tu vida y, si juegas el juego sin hacer trampas, dando a Cristo todo poder sobre ti, conocerás esa plenitud que reserva el amor a aquellos que no huyen de sus exigencias, esa plenitud única que nos consigue un gran amor.
Pero vuelvo a tu carta y a tu petición: ¿quiere usted guiarme? Si no he dudado un instante en responderte que sí, por contra me he cuestionado largo tiempo sobre qué consejos darte. ¿Debería comenzar por explicarte las diferentes formas de oración y los diversos métodos? ¿Debería hablarte de los grandes objetivos de la oración: alabanza, adoración, arrepentimiento, petición…? La reflexión y sobre todo el recuerdo de aquellos cristianos a los que he visto tomar un inicio seguro en la vía de la oración me han indicado el tema de esta primera carta.
¿Quieres aprender a orar? Entonces busca el conocimiento de Cristo. No hablo de un conocimiento puramente intelectual, sino de un conocimiento basado en la fe y el amor. Y antes que nada cree con firmeza que Cristo no es un personaje perdido en las brumas de la historia, sino un viviente, el Viviente, que se mantiene a tu puerta y llama, como dijo que haría.
Es ese Cristo, ese Cristo vuelto hacia nosotros y que quiere mantener unas relaciones personales con nosotros, del que hay que comenzar a buscar lo que piensa y quiere en concreto de ti, sus sentimientos de relación contigo. Para no perderte en especulaciones o ilusiones, sólo hay un medio: agárrate el Evangelio y no lo sueltes nunca, y busca, busca incansablemente. Poco a poco, con una nitidez creciente, el verdadero rostro de Cristo se te presentará, y con la ayuda de su gracia, pues él está todavía más deseoso que tú darse a conocer, descubrirás “las insondables riquezas” de su amor de las que habla san Pablo.
La oración, así comprendida, resuelve el problema, a menudo mal planteado, de si la oración debe ser meditación. Si por meditación nos referimos a un método riguroso, debemos decir que algo así no se impone, aunque sea útil a ciertos temperamentos. Si se concibe la meditación como un ejercicio intelectual, sin relación con el amor, hay que evitarla como fallida y peligrosa. “Desgraciado sea el conocimiento que no mueve a amar”. Pero si por meditación se entiende esta búsqueda continua del conocimiento de Cristo que el amor exige, estimula, relanza sin cesar, porque el que ama aspira a conocer siempre mejor para amar siempre más, entonces sí, mil veces sí, la oración debe ser meditación.
Estoy seguro de que muchos cristianos se desaniman de hacer oración porque no consiguen amar a Cristo, y si no le aman es porque no dan importancia a conocerle; no se ama una sombra, no se ama un ser a quien no se conoce. Solo el descubrimiento del prodigioso amor que Cristo nos tiene puede hacer surgir en nosotros el amor y la oración.
El aconsejarte buscar en primer lugar el conocimiento de Cristo tengo el sentimiento de estar en el camino recto de la pedagogía divina. ¿No es eso mismo lo que hizo Dios con los apóstoles y los discípulos para atraerlos? Jesús se acercó a ellos ofreciéndoles su maravillosa amistad; le vieron, tocaron, escucharon; se sintieron conquistados y se entregaron. Después Cristo un día los dejó solos con estas palabras desconcertantes: “Os conviene que yo me vaya”.
Sin embargo sigue siendo verdad que la amistad de Cristo fue para ellos la experiencia decisiva. Lo mismo ocurre con la vida de oración. Debe conducir a los cristianos a una profunda unión con Dios, pero no puede tener mejor inicio y mejor sostén que el conocimiento maravillado del increíble amor, a la vez humano y divino, que nos ofrece Cristo.
Henri Caffarel.