Amar a una persona es ver en ella una maravilla invisible a los ojos de los demás. Un amor de esta clase no está a merced de ninguna alteración, permanece incluso a pesar del deterioro físico o mental. Aunque todo cambiara en el ser amado, no dejaría de ser siempre «él». Y precisamente es a «ese él» al que amamos.
Guardo imborrable el recuerdo de una vieja película. Su éxito comercial no fue nunca excepcional, pero seguramente muchos espectadores sintieron vibrar una zona de su alma a la que pocas veces se llega en una sala de cine. El título es Una larga ausencia, y se basa en un tema repetidas veces abordado, visto y leído; se refiere a personas que, tras la Segunda Guerra Mundial, han perdido la memoria y «vagan sin recuerdos».
Pero, en este caso concreto, el tema aborda lo más hondo de esa pérdida: la supervivencia del amor más allá del deterioro físico y mental del ser amado, cuando ya no es más que alguien encerrado detrás de un muro que vive en la inconsciencia.
Un mendigo aparece en la calle. Teresa Langlois, que al principio no le había prestado atención, se altera intensamente cuando el hombre se cruza con ella. Él continúa su camino y desaparece junto a las orillas del Sena. Los asiduos al modesto Café de la Vieja Iglesia perciben la transformación de esta mujer siempre sonriente, atenta, que conmueve a todos por la fidelidad a su marido, detenido por la Gestapo quince años atrás, y que acabó en la lista de los desaparecidos. Teresa sufre un cambio brusco y se vuelve soñadora, desconcertante, como ausente. En ese extraño vagabundo ella ha reconocido, sin sombra de duda, a Albert Langlois, su marido.
Al día siguiente, el vagabundo pasa de nuevo. Ella le ofrece una cerveza fresca. Pero él no pestañea cuando se cruza con la penetrante mirada de Teresa. Esta vez, mientras se aleja, ella le sigue en la distancia. Ve que se aloja en la parte baja del puerto, en algo que no llega a ser una barraca. Vive miserablemente, vendiendo papeles y trozos de telas que recoge por la mañana en los contenedores de basura. Pero se reserva las tardes para él y las ocupa recortando, de las revistas que ha encontrado, fotos que le gustan y que guarda con cuidado en una misteriosa caja de madera, como si quisiera crearse una memoria. Está claramente amnésico. Todos sus recuerdos los ha borrado la noche.
Teresa se niega a hablarle del pasado, es preciso que sea él mismo el que consiga recuperarlo.
Y Teresa no pierde esa esperanza: ¿no aparecen a veces en los ojos de su marido ramalazos furtivos que iluminan un instante su rostro grave, que sigue siendo hermoso bajo la tupida barba que lo cubre?
Toda la historia es interior; sobre todo la de los sentimientos de Teresa durante sus escasos encuentros con el vagabundo… Un día le invita a una buena cena, solos los dos; le ofrece champán, le pone discos que él escucha con una atención renovada, como si despertaran en él ecos lejanos, y finalmente baila con él. Hacen una curiosa pareja; ella vestida con sus mejores galas, él con su miserable ropa de mendigo. Esos detalles llenos de delicadeza y de amor consiguen que esa noche nazca algo de alegría y de dulzura en el corazón de ese hombre al que cualquier cosa asusta y amenaza.
Él se va y ella le mira alejarse en la noche, hundida porque no ha podido producirse el milagro… «Albert Langlois», el grito se le escapa como una llamada incontenible. Algunos conocidos del café que estaban hablando en la acera la corean: «Albert Langlois, Albert Langlois». El mendigo, presa de verdadero pánico, escapa corriendo, y bruscamente, como alucinado, se vuelve, levanta los dos brazos, en una imagen admirable que evoca al prisionero que se rinde y también al hombre en oración, a Cristo en la cruz… A continuación, reanuda su loca carrera. Los amigos de Teresa le persiguen. En su huida se lanza contra un camión que viene en sentido contrario. El propio conductor acude a decirle a Teresa que el accidente no reviste gravedad. Amablemente aconseja a Teresa abandonar la partida. Pero sin éxito, porque Teresa está dispuesta a todo para hacer salir del pozo el alma de su marido.
Eso es todo; apenas hay acción, solo imágenes de un barrio pobre que tienen, en cambio, un fuerte poder de evocación, una gran sobriedad en los actores. Y, sin embargo, la atención no se relaja en ningún momento, un desacostumbrado silencio reina en la sala.
En ningún otro momento queda tan clara la calidad del amor de Teresa como cuando acuden el primo y la tía de Albert Langlois. En el café, con la ayuda de Teresa, evocan nombres y recuerdos con la esperanza de despertar la memoria del mendigo, sentado a cierta distancia de ellos. Pero él no se inmuta, o lo hace muy imperceptiblemente. Los dos visitantes no llegan a reconocerle con seguridad, mientras que para Teresa no existe la menor duda, porque la mirada de amor ve lo que se les escapa a todos los demás. A decir verdad, la tía y el primo no desean demasiado reconocer a su sobrino: «Además, sería terrible», dice la tía. Ciertamente, un vagabundo no es un pariente deseable.
Si es él, ya no es, sin embargo, «el mismo», piensan todos, pero no Teresa. Y eso es justamente lo que nos conmueve hasta lo más profundo; ella ha amado con esa clase de amor, el único verdadero, que está ligado no a la apariencia física, ni siquiera a las cualidades humanas, sino a eso que hace única a una persona y que es su misterioso rostro interior.
Se puede comprender que un amor así no está a merced del deterioro físico o mental: todo ha podido cambiar en el ser querido, pero eso no impide que siga siendo «él». Y precisamente ese «él», o esa «ella», es el que es amado, la que es amada.
Este bello poema de amor no puede tener un final triste, pues nada nos impedirá pensar que es seguro que el amor de Teresa tendrá la última palabra.
Henri Caffarel.