En el capítulo XIV del Evangelio según San Lucas, Cristo invita a sus oyentes a la práctica del deber de sentarse. Hoy día, en el siglo de las velocidades vertiginosas, es más oportuno que nunca destacar este deber desconocido.
No creo hacer un juicio temerario al decir que los mejores esposos cristianos, los que nunca olvidan el deber de arrodillarse, quebrantan a menudo el de sentarse.
Antes de emprender el arreglo de vuestro hogar, confrontasteis vuestras opiniones, calculasteis vuestros recursos materiales y espirituales, elaborasteis un plan. Pero, desde que pusisteis manos a la obra, ¿no descuidáis demasiado el sentaros para examinar juntos la labor realizada, hallar de nuevo el ideal entrevisto y consultar al Dueño de la obra?
Conozco las objeciones y las dificultades, pero sé también que de no vigilar el armazón se vendrá un día abajo la casa. En el hogar, donde no se aplica un tiempo a detenerse para reflexionar, a menudo se introduce e instala de una manera insidiosa el desorden material y moral; la rutina se adueña de la oración en común, de las comidas y de todos los ritos familiares; la unión se resquebraja. Estos defectos, y otros muchos, se observan no sólo en los hogares que carecen de formación, que ignoran los problemas de la educación y la espiritualidad conyugal, sino también incluso en el de aquellos a los que se considera como una autoridad en ciencias familiares; y efectivamente lo son en teoría. Por falta de la indispensable perspectiva, los esposos no ven ya lo que comprueba en cambio el visitante con sólo franquear el dintel de la puerta; esta desidia, de la que hablan con pena los amigos sin atreverse a hablar a los interesados por temor a su incomprensión o a su susceptibilidad.
Algunos matrimonios se han percatado del peligro. Han reflexionado y adoptado diversos medios para evitarlo. Uno de ellos me contaba últimamente, después de haber pasado la experiencia, cuán provechoso es para los esposos separarse cada año de los hijos e ir juntos a viajar o descansar durante una semana. Pero quizá al leerme penséis que no todos disponen de servicio, o pueden confiar sus hijos a los amigos o parientes. Pero hay otras soluciones: por ejemplo, hubo tres familias que se unieron para disfrutar las vacaciones, yendo al mismo país, y así cada pareja pudo ausentarse una semana dejando sus hijos al cuidado de los otros.
Para evitar la rutina del hogar existe otro sistema sobre el que deseo hablaros más extensamente. Tomad la agenda y, del mismo modo que anotáis un concierto o una visita a unos amigos, anotad una cita con vosotros mismos;
quede bien entendido que esas dos o tres horas son “tabú… “, digamos sagradas, ¡es más cristiano!, y no admitáis que un motivo que no os haría anular una cena amistosa en vuestro hogar o dejar de asistir a un concierto, os haga faltar a una cita con vosotros mismos.
¿Cómo emplear esas horas? Ante todo, confesad que no tenéis prisa; ¡un día es un día! Abandonad la playa y adentraos en la mar; hay que cambiar de ambiente a cualquier precio y olvidar las preocupaciones. Leed juntos un capitulo escogido de un libro preparado para esta hora privilegiada.
Después -o ante todo- rezad un rato. A ser posible, que uno de vosotros recite en alta voz una plegaria personal y espontánea; esta forma de oración -sin murmurar de los otros- acerca milagrosamente los corazones. Ya en la paz del Señor, comunicaos mutuamente esos pensamientos, esos agravios, esas confidencias que ni es fácil ni a menudo deseable hacerlas durante las jornadas atareadas y ruidosas, y que no obstante sería peligroso guardar en el secreto del corazón, ya que, como sabéis perfectamente, existen “silencios enemigos del amor”.
Pero no os detengáis ni en vosotros mismos ni en vuestras actuales preocupaciones; remontad a las fuentes de vuestro amor, reconsiderad el ideal vislumbrado cuando, con paso alegre, iniciabais el camino. Renovad vuestro fervor. “Hay que tener fe en lo que se hace y hacerlo con entusiasmo”. Después, volved al momento actual, comparad el ideal y la realidad, haced el examen de conciencia del hogar -no digo el examen de conciencia personal-, tomad resoluciones prácticas y oportunas para curar, consolidar, rejuvenecer, airear, abrir el hogar. Aportad a ese examen lucidez y sinceridad: remontad a las causas del mal que habéis diagnosticado.
¿Por qué no dedicar también algunos instantes a meditar sobre cada uno de vuestros hijos, pidiendo al Señor que de acuerdo con su promesa “ponga un ojo en vuestro corazón” a fin de verlos como Él, para guiarlos según su voluntad?
Y finalmente, y sobre todo, interrogaros sobre si Dios es el primero a quien servís entre vosotros.
Si os queda tiempo, haced lo que os agrade, pero por favor, no volváis a la charla insulsa o a escuchar la radio ¿es que no tenéis ya nada que deciros? Entonces callad juntos y quizás no sea éste el tiempo menos provechoso. Recordad en efecto la frase de Maeterlinck: “Todavía no nos conocemos, todavía no nos hemos atrevido a callar juntos.”
Es muy importante escribir un resumen de lo que se ha descubierto, estudiado, decidido durante al cita, pero puede hacerlo uno de vosotros y la próxima vez leerlo juntos.
Lo que os acabo de decir es sólo un medio para conservar joven y fuerte vuestro amor y vuestro hogar; seguramente existen otros muchos. Pero éste, adoptado por muchos esposos que conozco, ya ha demostrado su eficacia.
Henri Caffarel.