El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Ha pasado una semana, una semana que los discípulos, a pesar de haber visto al Resucitado, han pasado con temor, estando «con las puertas cerradas» (Jn 20,26), sin ni siquiera lograr convencer de la resurrección al único ausente, Tomás.
¿Qué hace Jesús ante esa incredulidad timorata? Regresa, se pone en la misma posición, «en medio» de los discípulos, y repite el mismo saludo: «¡Paz a vosotros!» (Jn 20,19.26). Recomienza de cero. La resurrección del discípulo inicia de aquí, de esa misericordia fiel y paciente, del descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas.
Él quiere que lo veamos así: no como un amo al que haya que dar cuentas, sino como nuestro Padre que nos levanta siempre. En la vida vamos adelante a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero cae; pocos pasos y cae de nuevo; cae y recae, y cada vez su padre lo levanta. La mano que nos levanta siempre es la misericordia: Dios sabe que sin misericordia nos quedamos en el suelo, que para caminar necesitamos ser puestos de pie.
Y tú puedes objetar: “¡Pero yo no dejo nunca de caer!”. El Señor lo sabe y está siempre dispuesto a levantarnos. No quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que le miremos a Él, que en las caídas ve hijos a los que levantar, en las miserias ve hijos a los que amar con misericordia.
Volvamos a los discípulos. Abandonaron el Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, al encontrarles, no les da largos sermones. A ellos, que estaban heridos por dentro, les muestra sus llagas. Tomás puede tocarlas y descubre el amor, descubre cuánto había sufrido Jesús por él, que lo había abandonado. En esas heridas toca la tierna cercanía de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abraza la misericordia supera a los demás discípulos: no cree solo en la resurrección, sino en el amor ilimitado de Dios. Y hace la confesión de fe más sencilla y más hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es la resurrección del discípulo: se cumple cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se vuelve mi Dios, allí se recomienza a aceptarse a sí mismo y a amar su propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, en la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos hemos visto frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestras fragilidades, una belleza incontenible. Con Él nos descubrimos valiosos en nuestras fragilidades. Nos descubrimos como bellísimos cristales, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia, brilla en nosotros y, a través de nosotros, en el mundo. Ese es el motivo para estar, como nos ha dicho la Carta de Pedro, «llenos de alegría, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1Pt 1,6).
En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más bonito llega a través del discípulo que llega más tarde. Solo faltaba él, Tomás. Pero el Señor le esperó. La misericordia no abandona a quien queda atrás. Ahora, mientras pensamos en una lenta y costosa recuperación de la pandemia, se insinúa precisamente ese peligro: olvidar a quien se ha quedado atrás. El riesgo es que nos ataque un virus aún peor, el del egoísmo indiferente. Se trasmite a partir de la idea de que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de ahí y se llega a seleccionar a las personas, a descartar a los pobres, a inmolar a quien está detrás del altar del progreso.
Esta pandemia nos recuerda, sin embargo, que no hay diferencias ni límites entre quien sufre. Todos somos frágiles, todos iguales, todos valiosos. Lo que está pasando nos sacude por dentro: ¡es tiempo de remover las desigualdades, de resanar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad! Aprendamos de la comunidad cristiana de los orígenes, descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (At 2,44-45). No es ideología, es cristianismo.
En aquella comunidad, después de la resurrección de Jesús, uno solo se había quedado atrás y los demás lo esperaron. Hoy parece lo contrario: una pequeña parte de la humanidad ha ido adelante, mientras la mayoría se ha quedado atrás. Y cada uno podría decir: “Son problemas complejos, no me toca a mí cuidar a los necesitados, otros deben hacerlo”. Santa Faustina, después de encontrar a Jesús, escribió: «En un alma que sufre debemos ver a Jesús Crucificado y no un parásito y un peso… Señor, nos das la posibilidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nos ejercitamos en los juicios» (Diario, 6-IX-1937). Pero ella misma un día se quejó a Jesús de que, al ser misericordiosos, parecemos ingenuos. Dijo: «Señor, abusan a menudo de mi bondad». Y Jesús: «No importa, hija mía, no te preocupes, tú sé siempre misericordiosa con todos» (24-XII-1937). Con todos: no pensemos solo en nuestros intereses, en intereses partidistas. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos, sin descartar a nadie: de todos. Porque sin una visión de conjunto no habrá futuro para nadie.
Hoy el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del discípulo. También nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la misericordia, salvación del mundo. Y usemos misericordia a quien es más débil: solo así reconstruiremos un mundo nuevo.
Francisco.