Hoy hice una obra buena. Fui a tomar el metro, y en el andén estaba un hombre negro de mediana edad con dos maletas y cuatro fardos para entrar en el mismo tren. Llegó el tren, y yo dudé un momento. Luego me decidí, y al abrirse las puertas me acerqué al hombre y le dije: “¿Puedo ayudarle?” Me dijo: “Sí.” Cogí sus dos maletas mientras él cargaba con sus fardos, y las dejé en el vagón a su lado. Él me dijo: “Gracias, señor.” Yo le sonreí. Los dos quedamos de pie en el vagón, y el tren arrancó.
Después no hablamos. El vagón iba lleno y a mí me pareció más delicado no violar su intimidad. Mi estación llegó antes que la suya, se abrieron las puertas y yo salí. Al salir oí una voz por detrás que me decía en alto: “¡Gracias!”. Era él otra vez. Me volví, le sonreí con los labios y con los ojos, y levanté la mano en despedida. Se cerró la puerta.
Yo comprendí. La primera vez me había dado las gracias por llevarle las maletas. Eso en sí no era un gran favor. Era cuestión de tomarlas y meterlas directamente en el vagón, y no había que andar ni dos metros para ello. Él mismo se veía que estaba perfectamente acostumbrado a hacerlo él solo, y lo hubiera hecho sin ayuda de nadie. Adiviné que era un vendedor callejero que llevaba en sus bultos la mercancía para desplegar en la calle en venta ambulante.
Pero ahora me daba las gracias por otra cosa. Yo, un hombre blanco, ya mayor, me había ofrecido a ayudarle a él, de raza negra y mucho más joven, mientras que nadie más en el andén lleno de gente se había acercado a él para ayudarle a pesar de que su carga era obvia y estaba en medio del andén y no podía menos de notarse y había mucha gente joven entre los pasajeros a la espera. Fue el gesto lo que le gustó. Y a mí me gustó que me lo significara.
Me alegró el día.
Y yo se lo alegré a él.
Es tan fácil.
P. Carlos G. Vallés, s.j.