Me has dicho: “Mis abuelos siempre decían que se sentían estafados por la vida.” Eso me ha dolido. Sé que la vida es dura, y que la suya tuvo su medida de sufrimiento, de incomprensión y de penalidades. Y que tú no quieres ser así ahora que vas ya avanzando en años. No lo serás. Mira, te voy a contar una de mis experiencias cuando andaba viviendo de casa en casa como huésped ambulante en la India.

En una de esas familias había un anciano que ya no hacía nada por sus muchos años, y se pasaba la mayor parte del día sentado sencillamente sin hacer nada en un rincón en el único cuarto grande de la casa por donde pasaban pequeños y mayores todo el día en sus constantes idas y venidas. Él los veía y les sonreía.

Yo le pregunté cariñosamente un rato que nos encontramos solos, “¿Qué hacéis, abuelito, allí en ese rincón todo el día?” Y él me contestó: “Yo veo a todos y les sonrío cuando pasan. Quiero que me vean contento y satisfecho tal como estoy. Es mi manera de decirles que la vida merece la pena. Que yo he pasado por todo, que lo he visto todo, que sé todo lo bueno y lo malo, y que al final, con la autoridad de la experiencia y la credibilidad de que no voy a mentir al fin de la vida, les digo que todo es largo y difícil, sí, que hay altos y bajos y días buenos y días malos, pero que la vida es buena, que todo está bien al final, que merece la pena vivirla. Esa es mi misión ahora, y la cumplo con gusto. La vida merece la pena. Que lo sepan.”

No hay cosa más bella que trasmitir con el rostro alegre el mensaje que la vida merece la pena.

P. Carlos G. Vallés, s.j.