Lao Tzu daba un largo paseo todos los días antes de salir el sol por las colinas en compañía de discípulos que lo acompañaban respetuosos. Sólo había una condición para reunirse al paseo, y era que no había que hablar nada. Ni siquiera el maestro hablaba. Hablaba sólo la naturaleza en el lenguaje callado de su mejor hora.

Un día se unió un nuevo discípulo, siguió al grupo, aceptó la condición del silencio, admiró la naturaleza en su despertar de la noche al día, recorrió los senderos, respiró el amanecer, y al divisar el primer rayo de sol no pudo contenerse y exclamó: “¡Qué maravilla!”

Los discípulos contuvieron el aliento apenados porque alguien había desobedecido y perturbado al maestro quebrantando su regla. Volvieron del paseo, y el discípulo predilecto dijo al maestro en nombre de todos: “Le pido perdón, maestro, por el nuevo discípulo que ha estropeado hoy su paseo con su comentario. No le permitiremos que vuelva a acompañarnos.”

Lao Tzu le contestó: “Veo que sí ha estropeado tu paseo y el de todos ustedes, pues están apenados. Pero mi paseo no lo ha estropeado. Yo no doy a nadie la llave de mi felicidad. Sé disfrutar mi paseo en silencio, y sé disfrutarlo cuando alguien quebranta la regla del silencio y habla.

La llave de mi felicidad está en mí, no en lo que hagan los demás.

Ha sido un bello paseo. Y el nuevo discípulo puede venir cuando quiera”.

P. Carlos G. Vallés, s.j.