MANDATO APOSTÓLICO UNIVERSAL
Mateo 28, 16-20
Érase una vez un hombre que estaba de vuelta de la vida. Harto de todo. Así que decidió dejar su pueblo natal y se puso en camino en busca de la ciudad perfecta, la ciudad mágica. Allí, pensaba, todo sería diferente, nuevo, hermoso y lleno de recompensas.
En su viaje llegó a un bosque. Se acomodó para pasar la noche y comió un bocado. Antes de dormir se quitó los zapatos y con mucho cuidado los colocó señalando la dirección que iba a tomar a la mañana siguiente.
Mientras dormía pasó por allí un bromista y cambió los zapatos de dirección. Cuando nuestro hombre se despertó se calzó y continuó su viaje hacia la ciudad mágica.
Después de muchos días llegó a la ciudad mágica. Sin embargo no era tan grande como la había imaginado.
Encontró una calle conocida, llamó a una puerta conocida, saludó a una familia conocida y allí se quedó y vivió muy feliz y para siempre.
Nosotros andamos también buscando a Dios en la ciudad mágica, muchas veces en las nubes. Pero el creyente lo encuentra aquí y ahora, donde está plantado, en lo cotidiano.
La tentación del hombre es siempre huir, escapar de sus responsabilidades, buscar la ciudad mágica. Y pensamos, la mujer del vecino está mucho mejor que la mía, la amistad del haragán es la más divertida, la vida en la calles es más fácil, la iglesia de enfrente es menos exigente, el Dios de los Mormones es más tolerante…y huimos en busca de lo más fácil y de lo más divertido.
Como el hombre, en busca de la ciudad mágica, nosotros también necesitamos que alguien oriente nuestros zapatos cada mañana en la dirección de nuestra casa, nuestra familia, nuestra iglesia, nuestro Dios.
Tenemos que encontrar a Dios no en la ciudad mágica sino en esta ciudad,
No en las nubes sino en la tierra,
No en las ideas sino en la vida,
No sólo en la iglesia sino también en la casa.
En la familia y en el trabajo.
Dios es todo y está en todo, incluido nuestro pecado.
Dios Padre pronunció una sola palabra: Jesucristo.
Y Jesucristo, en su despedida, pronunció una sola palabra: Espíritu Santo.
Nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no es una posesión sagrada como la casita de Momblona que nadie me puede quitar.
¿No han oído estas frases en boca de algunos hermanos?
Yo creo en Dios pero no creo en la Iglesia.
Yo soy creyente pero no practicante.
Yo creo en Dios pero a mi manera.
Mi Dios es sólo mío como mi mujer y no se lo presto a nadie.
Esto es una confesión grave e irresponsable. Es una confesión de no fe.
Nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es como una cuenta en el Banco que se puede quedar a cero o puede incrementarse cada día. La fe verdadera es personal y comunitaria, es una relación de amor llamada a crecer día a día a través del trato y contacto mutuo. Dios-yo-más los hermanos.
Nuestra fe es don de Dios: don a aceptar, vivir y celebrar día tras día para que no muera.
¿Qué es una fe que no se practica? Un engaño.
¿Qué es un amor que no se da? Un sueño.
¿Qué es una religión que no se practica? Una excusa.
¿Qué es un Dios que no se celebra? Un ídolo, un amuleto.
Jesús nos dice en el evangelio: “Cuando venga el Espíritu, él les guiará a la verdad plena”.
Dios es cada vez más grande, más desconocido y sólo el amor nos va descubriendo poco a poco algunos de sus secretos. Sólo el Espíritu nos guiará poco a poco a la verdad plena de Dios.
Hermanos, para subir a una montaña, para subir a la cima del Everest se necesitan sherpas, expertos en el camino, el clima, las nieves … Nadie puede conquistar el corazón de Dios sin guías. En nuestra ascensión hacia Dios el guía que Jesús nos ha dejado es el Espíritu Santo. El conoce mejor que nadie los secretos de esta ascensión porque Él es también Dios.
“El Espíritu Santo les comunicará las cosas que están por pasar y me glorificará porque habrá recibido de mi lo que les anunciará”, dice Jesús.
Dios no es un enigma, Dios es nuestra fuente de amor, nuestro centro y ha querido revelarse, no a los sabios y entendidos, sino a los sencillos y a los pobres.
Dios no es la ciudad mágica a explorar. Dios es una presencia que vive y actúa en nosotros. Y el Espíritu Santo es el bromista que cambia nuestros zapatos de dirección mientras dormimos para orientarnos a nuestra casa, a nuestra familia, a nuestra iglesia y a nuestro Dios.
El Espíritu Santo nos guía y enseña pero nosotros tenemos que subir la montaña.
El Espíritu Santo es el maestro interior que nos susurra, inspira, anima y nos hace ver la imagen de Dios que llevamos en el corazón. Escuchar su voz es indispensable.
Hermanos, no subimos nuestra montaña solos, sino formando un pueblo, una comunidad, una iglesia.
Dios no es un hobby personal sino un destino común para todos nosotros.
Tenemos que contar también con la palabra de los pastores y de los hermanos. Tenemos que contar con la experiencia de los guías que llevan años caminando en esta aventura hacia Dios. San Pablo nos dice: “sean imitadores míos”.
Sí, hermanos, hay hombres y mujeres que guiados por el Espíritu y alimentándose en la mesa del Señor son ejemplo para todos nosotros. A ellos tenemos que mirar e imitar. Y como todos tenemos que vivir en el Espíritu, todos nos podemos exhortar y juntos ascender a la montaña mágica de nuestro Dios sin perder, en lo posible, a nadie, a ningún hermano en el camino.
“En un grano de arena ver el mundo todo.
En una flor silvestre ver el cielo todo.
En la palma de la mano tener el infinito.
En una hora tener la eternidad.
En un segundo ver a Dios.
En un gesto sencillo dejarse sorprender por el amor eterno de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.”
P. Félix Jiménez Tutor.