Querido Ermes, hermano mío:

Deseo asociarme también yo al don de los amigos, y agradecerte el precioso regalo que nos has hecho al ofrecernos estos pensamientos tan delicados, tan luminosos.

No quiero expresarte simplemente la alegría que he sentido al leerte (cosa que, por lo demás, me ha sucedido siempre; tú, por fortuna, sabes hablar y escribir, lo cual resulta cada vez más raro, especialmente entre nosotros los mensajeros, que ya desconocemos el arte de persuadir…). Tampoco deseo detenerme en el contenido del libro, accesible para todo el mundo.

Quiero, en cambio, aprovechar la ocasión para decir, también yo, una palabra sobre la oración del Padrenuestro. Por descontado, la oración forma parte de la vida: ella representa el vértice más alto de la existencia. La oración es como el mar para los peces, es mi mar. La oración es el valor que funda mi propia humanidad, la perla entre todas las palabras.

No, nadie puede vivir sin orar, ni siquiera quién no cree en Dios, porque todos tienen necesidad los unos de los otros. Todos tienen necesidad, por ejemplo, de cantar, necesidad de comunicar, de pedir, de agradecer. Lo que importa es saber qué cantas, qué comunicas y con quién lo haces (¡si es que eres capaz de comunicar!); lo que importa es saber en quién pones la confianza, en quién esperas.

No, nadie puede vivir sólo para sí mismo, y mucho menos puede bastarse a sí mismo. Incluso cuando dices “dame pan” estás orando. Pero ¿quién te dará pan cuando todos quieren pan y quizá no lo hay, o cuando piensan que para ellos mismos nunca tienen bastante pan o cuando todos tienen miedo de morir de hambre?

De verdad, la oración es el momento decisivo de la vida. Tiene razón Berlicche, el oscuro maestro de su novicio Malacoda (dos diablos que se remiten cartas sobre la manera de arruinar definitivamente a un hombre), cuando escribe a su discípulo: “Estimado Malacoda, si tientas a los hombres al placer, no haces nada que nos sea útil, porque satisfaces también a nuestro Enemigo, porque el placer forma parte de su Creación. Haz lo contario: tienta al hombre con la aridez, con la apatía, llévalo poco a poco hacia el desierto y, cuando esté allí, impídele orar; entonces habrás vencido incluso la última batalla”.

Con todo, el pensamiento que ahora más me interesa es este: que la oración se vuelva norma de vida; que la “lex orandi” se vuelva “lex vivendi”. Esto quiere decir que no se separe más el devenir del ser; que el misterio, de la fe y la liturgia no se separen del compromiso, del testimonio, de la historia. Cuando los discípulos rogaron a Jesús: “Maestro, enséñanos a orar”, querían tener precisamente una regla de vida. Porque en aquel tiempo cada rabí se distinguía de otro maestro, y cada escuela de espiritualidad y de fe se distinguía de otra, sólo a través de aquella oración que el rabí entregaba a sus seguidores: era la oración la que debía convertirse en su norma, en el manantial de su formación, en el fundamento del discipulado personal, de manera que un grupo de discípulos podía así distinguirse de otros.

Por eso, los apóstoles pidieron al Señor una oración; y el Señor les respondió: “Cuando oréis, decid así: Padre…”.

Esta es la razón por la que el Padrenuestro se ha transmitido como “oración del Señor”. Y se dice que esta es única no porque exista sólo ella, sino porque ella es la regla que funda y distingue al grupo de los discípulos del Señor de todo otro grupo de seguidores, de manera que aparece como nota característica del seguimiento de Jesús. Y así debería ser también para nosotros. Todo depende de esto: lo que importa es saber si el Padrenuestro se vive o no se vive.

Querido Ermes y estimados amigos, todas las restantes cosas son un “correr tras el viento”. Y tenemos el peligro de no ser discípulos de nadie. Y entonces nadie nos creerá.

David María Turoldo.