El Maestro y el guardián se dividían la administración de un monasterio zen. Cierto día, el guardián murió, y fue preciso sustituirlo.
El Maestro reunió a todos los discípulos para escoger quién tendría la honra de trabajar directamente a su lado.
– “Voy a presentarles un problema”, el Maestro, “y aquél que lo resuelva primero, será el nuevo guardián del templo.”
Terminado su corto discurso, colocó un banquito en el centro de la sala. Encima estaba un florero de porcelana carísimo, con una rosa roja que lo decoraba.
– “Éste es el problema”, dijo el Maestro, “resuélvanlo.”
Los discípulos contemplaron perplejos el problema… miraban los diseños sofisticados y raros de la porcelana, la frescura y la elegancia de la flor. ¿Qué representaba aquello? ¿Qué hacer? ¿Cuál sería el enigma?
Pasó el tiempo sin que nadie atinase a hacer nada salvo contemplar el problema, hasta que uno de los discípulos se levantó, miró al maestro y a los alumnos, caminó resolutamente hasta el florero y lo tiró al suelo, destruyéndolo.
– “¡Al fin alguien que lo hizo!”, exclamó el Maestro, “empezaba a dudar de la formación que les hemos dado en todos estos años. Usted es el nuevo guardián.”
Al volver a su lugar el alumno, el Maestro explicó:
– “Yo fui bien claro: dije que ustedes estaban delante de un problema. No importa cuán bello y fascinante sea un problema, tiene que ser eliminado.”
– “Un problema es un problema; puede ser un florero de porcelana muy caro, un lindo amor que ya no tiene sentido, un camino que precisa ser abandonado, aunque insistimos en recorrerlo, porque nos trae comodidad.”
– “Sólo existe una manera de lidiar con un problema: atacándolo de frente.”
– “En estas horas, no se puede tener piedad, ni ser tentado por el lado fascinante que cualquier conflicto acarrea consigo.”
Federico Ma. Sanfelíu, s.j.