Su oración tiene un nombre sereno e imborrable: “contemplación y recuerdos”. Concluida la función, el drama más cruel de la historia, los espectadores han ido desapareciendo escalonadamente y en silencio: los curiosos han dado pábulo a su apetito; los seguidores del crucificado han sufrido con su líder; los más perezosos han retardado la vuelta, por ver si amainaba su espanto; y María, la madre del ajusticiado, ha esperado a que todos se vayan, al objeto de agradecerles su compañía. Se ha quedado sola. Con los recuerdos, y con el interés por repasar todo lo sucedido y cribarlo, meditando, en su corazón.
Ha levantado la cabeza y se ha dirigido al Padre con sumisión y respeto, pero hondamente afectada por lo que acaba de finalizar: “Señor, me encuentro perpleja y a la vez satisfecha. ¡Qué suplicio tan horrible el que ha tenido que soportar tu hijo, y el mío! Y él ¡cómo ha aguantado pacientemente y con serenidad durante todo el recorrido! Ahora comprendo, en toda su crudeza, la profecía de Simeón y el filo hiriente de la espada atravesando mi alma. Y he sido testigo de la entereza del fruto de mis entrañas?”
Ha bajado su mirada y ha cerrado los ojos porque, para hablar con su hijo, no necesita verlo: “Descansa, hijo; que tienes que estar molido de cansancio. De ti puede decirse, con absoluta verdad, que todo lo hiciste bien: eras un niño encantador, obediente, jovial, siempre veías el lado bueno de las cosas, de las personas… ¡Cómo te entretenías en el taller de tu padre, recogiendo la viruta, manejando la garlopa y ayudándole en lo que podías… Ahora entiendo por qué no te gustaban los clavos… En la escuela de Gamaliel me decían las madres de otros niños que tú eras el primero de la clase. Y yo sonreía, orgullosa… Luego, en tus años de predicación, ya sé que te dolían los pobres, las injusticias, las esclavitudes; y tú abrías el “billetero” de las misericordias repartiendo curaciones por doquier, y siempre te quedaba un remanente infinito para lanzar a voleo comprensión, consuelos y atenciones, con el mismo frescor y diligencia con que el sembrador espolvorea sus semillas sobre la inmensidad del campo”.
Y ahora María ha dejado de hablar y ha optado por abrir, en silencio, el álbum de los recuerdos. Para mí, que está pensando en aquella viuda da Naím que había perdido a quien más quería, a su hijo. O en la pobre generosa que invirtió en limosna lo que necesitaba para comer. O en la adúltera apedreada con un furor inmisericorde, a la que Jesús devolvió tranquilidad y sosiego: “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”. Y todo ello pronunciado con una delicadeza exquisita. De repente, ha recordado con agradecimiento al buen hombre de Cirene que venía del campo y lo han requerido para aliviar el peso de la cruz del nazareno convirtiéndose, inesperadamente, en merecedor del honroso titulo de “corredentor”… Y al punto, María ha consultado al reloj de sol y ha exclamado: “¡Uf! ¡qué tarde se me ha hecho!”. Se ha levantado de la piedra en que estaba sentada y, deprisa, sola y en silencio, se dirige hacia su casa. Necesita tiempo para buscar el vestido más elegante del ropero, para acicalarse con algún cosmético y con el mejor perfume… porque tiene que ponerse “guapa” para la Resurrección.
Pedro M. Zalbide.