Cada vez me asombra más comprobar el número de gente que no está contenta -de ser quienes son, de haber nacido donde nacieron, de habitar en el siglo que habitan. Si haces una encuesta entre adolescentes y les preguntas quién les gustaría ser, noventa y nueve de cada ciento te dicen que les gustaría ser Shakira o Brad Pitt o, con un poco de suerte, Homero, o Leonardo, o Francisco de Asís.
Yo lo siento, pero me encuentro muy a gusto siendo el que soy. No me gusta «cómo» soy, pero sí ser el que soy. Y no quisiera ser ni Homero, ni Leonardo, ni Francisco de Asís.
Me gustaría, claro, ser tan buen poeta como Homero, tan inteligente como Leonardo y tan santo como Francisco de Asís, pero tener todas esas virtudes siendo José Luís y viviendo en el tiempo en que vivo y en las circunstancias a las que me ha ido llevando la vida.
Yo aspiro –como diría Salinas- a sacar de mí mi mejor yo, pero no quisiera ser otra persona, ni parecerme a nadie, sino ser el máximo de lo que yo puedo dar de mí mismo.
¿Por qué pienso así? Por varias razones.
La primera, por simple realismo. Porque, me guste o no, siempre seré el que soy, y si un día llego a ser listo o simpático o –qué maravilla- santo, lo sería, en todo caso, «a mi estilo», dentro de mis costuras.
En segundo lugar, porque no sólo yo soy lo mejor que tengo, sino lo único que puedo tener y ser. Desde el principio de la Historia hasta el fin de los siglos no habrá ningún otro J.L.M.D. más que yo. Habrá infinito número de personas mejores que yo, pero a mí me hicieron único (como a todos los demás hombres) y no según un molde fabricado en serie.
En tercer lugar, porque la experiencia me ha enseñado que sólo cuando uno ha empezado a aceptarse y a amarse a sí mismo es capaz de aceptar y amar a los demás e, incluso, de aceptar y amar a Dios. ¡Cuántos que creemos resentidos contra la realidad están sólo resentidos consigo mismo! ¡Cuántos son insoportables porque no se soportan dentro de su piel!
Por eso me desconciertan esos padres que se pasan la vida diciéndoles a sus hijos: «Mira a Panchito, tu primo. A ver cuándo eres tú como él.» Pero ningún niño debe ser como su primo Panchito. Ya tiene bastante cada niño con auparse sobre sí mismo, con realizar su alma por entero. Con métodos como esos, con padres que parecen empeñados en que sus hijos se les parezcan, muchas veces consiguen efectivamente que sus muchachos sean igual que ellos: igual de vanidosos, igual de incomprensivos, igual de fracasados.
Un hombre, una mujer, deben partir, me parece, de una aceptación y de una decisión. De la aceptación de ser quienes son (así de listos, así de guapos o de feos, así de valientes o cobardes). Y de la decisión de pasarse la vida aupándose encima de sí mismos, multiplicándose.
¡Pobre del mundo si un día se consiguiera que todos los hombres respondieran a patrones genéricamente establecidos y obligatorios! Leo Buscaglia (en un precioso libro: Vivir, amar y aprender) cuenta una fábula que me parece muy significativa:
Los animales del bosque se dieron cuenta un día de que ninguno de ellos era el animal perfecto: los pájaros volaban muy bien, pero no nadaban ni escarbaban. La liebre era una estupenda corredora, pero no volaba ni sabía nadar. Y así todos los demás. ¿No habría modo de establecer una academia para mejorar la raza animal?
Dicho y hecho. En la primera clase de carrera el conejo fue una maravilla y todos le dieron sobresaliente. Pero en la clase de vuelo subieron al conejo a la rama de un árbol y le dijeron: «¡Vuela, conejo!»
El animal saltó y se estrelló contra el suelo, con tan mala suerte que se rompió dos de sus patas y fracasó en el examen final de carrera también. El pájaro fue fantástico volando. Pero le pidieron que excavara como el topo. Al hacerlo se lastimó las alas y el pico y, en adelante, tampoco pudo volar. Con lo que ni aprobó la clase de excavación ni llegó al aprobadillo en la siguiente de vuelo.
Convenzámonos: un pez debe ser pez, un estupendo pez, un magnífico pez, pero no tiene por qué ser un pájaro. Un hombre inteligente debe sacarle la punta a su inteligencia y no empeñarse en triunfar en deportes, en mecánica y en arte a la vez. Una muchacha fea difícilmente llegará a ser bonita, pero puede ser simpática, buena y una mujer maravillosa.
Sí; tendríamos que hacer todo aquello que dice un personaje de un drama de Arthur Miller: “Uno debe acabar por tomar la propia vida en brazos y besarla”. Porque sólo cuando empecemos a amar en serio lo que somos, seremos capaces de convertir lo que somos en una maravilla.
José Luis Martín Descalzo.